Movimientos Sociales

Por Emilio Taddei, José Seoane y Clara Algranati

Los años 90 abrieron paso a una renovada mundialización capitalista, en su forma neoliberal, de profundo impacto en América Latina. Prolongando un proceso iniciado en las décadas anteriores, auspiciado ahora por el llamado Consenso de Washington, la adopción de las políticas neoliberales se generalizó en toda la región para asumir una dimensión más radical. Las profundas y regresivas consecuencias, en términos sociales y democráticos, que la aplicación de estas políticas supuso (de las cuales la pauperización de las masas es una de sus expresiones más trágicas), fueron el resultado de las agudas transformaciones estructurales que modificaron la geografía societal de los capitalismos latinoamericanos en el marco del nuevo orden que parecía imponer la llamada “globalización neoliberal”.

La aplicación de estas políticas enfrentó ciertamente numerosas resistencias y protestas en la región. Valga mencionar que en la primera mitad de la década de 1990 dos presidentes latinoamericanos (Fernando Collor de Mello en Brasil Carlos Andrés Pérez en Venezuela) debieron abandonar sus cargos como resultado, entre otras cuestiones, del creciente malestar y repudio social. Sin embargo, en el contexto regional, las resistencias a la aplicación del recetario neoliberal presentaron una configuración mucho más fragmentada en términos sociales y más localizada en términos sectoriales y territoriales que las precedentes; al tiempo que en la mayoría de los casos resultaron incapaces de obstaculizar la implementación de dichas políticas. En el terreno de las disciplinas sociales, este proceso, mediado por la hegemonía conquistada por el pensamiento único y sus formulaciones sobre el “fin de la historia”, significó el desplazamiento de la problemática del conflicto y de los movimientos sociales del espacio relativamente central que la misma había tenido en las décadas pasadas –aunque desde perspectivas diferentes– a un lugar casi marginal y empobrecido.

Sin embargo, hacia el final de dicha década, la realidad social latinoamericana aparece nuevamente signada por el incremento de la conflictividad social (gráfico al lado). Por la magnitud regional que alcanza –más allá de las excepciones y diferencias nacionales– y por las características que presenta, se puede admitir el surgimiento de un nuevo ciclo de protesta social. Éste se inscribe en el campo de fuerzas resultante de las regresivas transformaciones estructurales forjadas por la implantación del neoliberalismo en nuestros países, y que emerge como respuesta a ellas.

Marcha en silencio de los zapatistas, en San Cristóbal de las Casas, Chiapas (México), en diciembre de 2012 (Centro de Medios Libres)

 

Diversos analistas han destacado como acontecimiento emblemático del despertar de este ciclo el levantamiento zapatista de principios de 1994. De hecho, desde diferentes puntos de vista, la revuelta de los indígenas de Chiapas presenta algunos de los elementos que distinguen la experimentación de los movimientos sociales que caracterizan la realidad político-social de la región en los últimos años. El impacto nacional e internacional del levantamiento chiapaneco dará cuenta así de la emergencia de movimientos de origen rural constituidos a partir de su identidad indígena, y de la demanda democrática de los derechos colectivos de estos pueblos que en su reivindicación de autonomía cuestiona las bases constitutivas del Estado-nación. También se vincula con la protesta por una democratización radical de la gestión político-estatal, así como con la convocatoria a convergencias continentales y globales.

No se trata solamente entonces del inicio de un nuevo ciclo de protestas sociales, sino también de que el mismo aparece encarnado en sujetos colectivos que, ya sea en relación con sus características organizativas, sus inscripciones identitarias, sus repertorios de protesta y sus conceptualizaciones de la acción colectiva, o en relación con la política y con el Estado, presentan características particulares y diferentes de aquellos que habían ocupado la escena pública en el pasado. Por otra parte, estas experiencias y el incremento de la protesta social en América Latina habrá de desarrollarse de manera casi simultánea al crecimiento del conflicto en otras regiones del planeta en un proceso que signará la constitución de un espacio de convergencia internacional en oposición a la mundialización neoliberal, aquello que los mass media han bautizado como movimiento “antiglobalización” y que, con más precisión, puede llamarse movimiento “altermundialista”.

En los últimos años este crecimiento del conflicto y la emergencia de movimientos sociales convergieron en diferentes procesos de confrontaciones sociales que, alcanzando una amplia significación nacional, conllevaron, en algunos casos, a la caída de gobiernos, la apertura de profundas crisis políticas o el fracaso de iniciativas de carácter neoliberal. Esta irrupción en la ciudadela de la gobernabilidad política de los sectores sociales más castigados por la aplicación de este recetario (campesinos e indígenas, los desempleados y los sin tierra, los trabajadores y sectores urbanos empobrecidos) no sólo abrió nuevos horizontes de futuro –agrietando la hegemonía del pensamiento único– sino que significó también el desarrollo de una intensa experimentación democrática y de reconstitución de alternativas societales.

Este ensayo pretende presentar algunas de las características que distingue la actual configuración de los movimientos sociales en América Latina y el Caribe, a partir del análisis del ciclo de conflicto social acontecido a lo largo del período de hegemonía neoliberal. Asimismo se presentarán algunas de las tendencias que parecen definir la acción colectiva de los movimientos sociales contemporáneos en relación con el territorio, la democracia y las convergencias de carácter regional e internacional.

Crisis del pacto keynesiano-fordista

Ya se ha destacado que el nuevo ciclo de protestas impulsado hacia fines de la década de 1990 y los movimientos sociales que lo protagonizan presentan características distintivas que los diferencian de aquellos de los años 60 y 70. El primer hecho evidente es que la mayoría de las organizaciones sociales que promueven estas protestas han surgido o han sido refundadas en las dos últimas décadas. Pero el aspecto más importante atañe a la configuración que esos movimientos asumen y que los distingue, incluso, del mapa del conflicto social característico de los años 80 y de principios de los 90.

Por lo menos hasta fines de la década de 1980, el conflicto asalariado (y particularmente el industrial) constituyó uno de los ejes destacados de la conflictividad social en la región. Su hegemonía estuvo asociada a una forma históricamente acotada de la relación capital-trabajo: el pacto keynesiano-fordista, que signó durante cuatro décadas las relaciones laborales del ciclo de desarrollo económico conocido como período de sustitución de importaciones y que tuvo, entre otros, dos objetivos principales.

En el plano económico, las premisas formuladas por el inglés John Maynard Keynes, eran una tentativa de dar respuesta a las transformaciones técnico-productivas que crearon las condiciones para la producción en masa. El crecimiento del beneficio a partir de la reducción de los costos salariales resultaba ya incompatible con la generalización del consumo de masas. Los bajos salarios constituían un obstáculo a la expansión de la demanda, indispensable según Keynes, para el establecimiento de un nuevo ciclo de equilibrio económico del capitalismo. Sólo una administración política de la crisis podría permitir dar respuesta a un problema que no era más que el resultado lógico del funcionamiento del mercado. De esta forma se daba prioridad al problema del desempleo y a la intervención estatal en la economía, delineando así los ejes de un modelo económico-social diferente al de los economistas neoclásicos.

En segundo lugar es preciso entender la difusión del pacto keynesiano como una respuesta de las clases dominantes a la creciente agitación política y social que protagonizaron las clases obreras en el mundo, incluida la periferia capitalista. En las décadas posteriores a la Revolución Mexicana (1910) y a la Revolución Rusa (1917), la activa participación de organizaciones sindicales y partidos de izquierda de raigambre obrera en la lucha contra el fascismo y en las importantes huelgas de masas que florecieron en América Latina, impulsó a las elites a encontrar mecanismos de reconocimiento institucional de las organizaciones obreras que garantizaran la estabilidad política del sistema democrático liberal.

El pacto keynesiano supuso entonces el reconocimiento institucional de los sindicatos obreros como mediadores entre los capitalistas individuales y el conjunto del  capitalismo.

En este esquema, el Estado se asignó dos funciones esenciales: gestionar el interés colectivo en ciertos sectores de la economía (a través de la intervención en el sector público) y “legitimar” el orden social, garantizando derechos y una relativa estabilidad laboral. El Estado intervino también activamente en la definición de una política salarial capaz de expandir el consumo y la demanda interna. El reconocimiento institucional de los sindicatos no sólo permitía resolver el problema político señalado anteriormente, sino que además era percibido como un factor de desarrollo económico.

El esquema societal del “pacto keynesiano”, que en América Latina tuvo su expresión en los regímenes caracterizados como “nacional-populistas”, modeló durante décadas el comportamiento de las organizaciones sindicales, tanto en su vínculo con el poder público como en sus formas y estructuras organizativas.

En la medida en que el Estado se transformó en el sujeto más importante de la interpelación y la satisfacción de la demanda obrera, particularmente en lo referente a la política salarial y de derechos laborales, la proximidad de las organizaciones sindicales resultaron decisivas para el encaminamiento de las reivindicaciones. Así, la forma de intervención del movimiento obrero a través de los sindicatos industriales de masas fue esencialmente interpeladora, limitando su capacidad para dotarse de una estrategia que, mediante la reivindicación salarial y de derechos, abonara una práctica de autoorganización de los trabajadores en el propio proceso productivo. La negociación centralizada con el poder público impregnó el modelo organizativo sindical en el cual la disciplina sindical y la legitimidad de las direcciones obreras resultaban decisivas. El propio proceso productivo en la fábrica difundió formas de socialización y de identidad obrera con un fuerte arraigo entre los trabajadores. Esta fuerte cultura obrera y sindical característica del período keynesiano-fordista reconoció en la mediación estatal la garantía de acceso y goce de derechos sociales, pero limitó o amputó la construcción de un orden social autónomo.

Este modelo de organización sindical marcó –de una u otra manera– la nervadura organizativa de la mayoría de los movimientos sociales urbanos y rurales, cumpliendo un destacado papel en la articulación político-social de las demandas particulares de los sujetos colectivos. Las transformaciones estructurales que el neoliberalismo impuso a todos los órdenes de la vida social (y en particular en la economía y el mercado de trabajo, con los procesos de desindustrialización y financiamiento económico) pondrán en crisis dicha matriz de la acción colectiva y debilitarán (aunque sin eliminar) el peso de los sindicatos de asalariados como sujetos privilegiados del conflicto.

Marcha de apertura del Foro Mundial Temático, en Puerto Alegre, Brasil, en enero de 2012 (Valter Campanato/Abr)

 

Reconfiguración de los sujetos sociales

En contrapartida, como resultado del proceso de concentración del ingreso, la riqueza y los recursos naturales que acompañaron a las políticas neoliberales, han emergido nuevos movimientos sociales de base territorial –tanto en el mundo rural como también en el espacio urbano– en el escenario latinoamericano. Ellos se formaron, por ejemplo, en relación con su identidad étnico-cultural (los movimientos indígenas) o en referencia a su carencia (los llamados “movimientos sin”, por ejemplo los sin tierra, sin techo o sin trabajo) o en relación con su hábitat de vida compartido (por ejemplo, los movimientos de habitantes de favelas).

Así pues, el modelo de “reprimarización” económica y la centralidad que en este contexto asumen los procesos de reestructuración agraria tuvieron como contrapartida la emergencia de destacados movimientos de origen rural. En la misma dirección opera también la privatización y la explotación intensiva de los recursos naturales que transformaron la vida de numerosas comunidades rurales. Éste fue sin duda uno de los elementos distintivos de la nueva fase, particularmente protagonizada por los movimientos indígenas, especialmente en EcuadorMéxico Bolivia.

Estos movimientos conquistaron una importante influencia a nivel nacional e internacional, que trascendió las reivindicaciones sectoriales y llegó a cuestionar tanto las políticas económicas neoliberales y la legitimidad política de los gobiernos que las impulsan, como la forma constitutiva del Estado-nación en América Latina. Por ejemplo, en el caso ecuatoriano, el movimiento indígena ha pugnado por el reconocimiento de un proyecto político que, reflejado en la reivindicación de un Estado plurinacional, busca garantizar el autogobierno de las diferentes nacionalidades indígenas. Bajo una reivindicación de la autonomía aún más radical, la experiencia del movimiento zapatista reclama el reconocimiento constitucional de los derechos de los pueblos indígenas parcialmente cristalizados en los llamados Acuerdos de San Andrés (1995), firmados entre los zapatistas y los representantes del gobierno federal. La lucha por esos derechos inspiró la “caravana por la dignidad”, que recorrió buena parte de México durante los primeros meses de 2001 en protesta por el cumplimiento de los acuerdos. A este cuadro se suma la acción de los movimientos indígenas del Altiplano boliviano (y también, aunque en menor medida, del lado peruano), así como la acción de los llamados “movimientos cocaleros” protagonizados por los campesinos aimaras del Chapare y de los Yungas, contra la política de erradicación del cultivo de la hoja de coca, exigida por el gobierno norteamericano. La prolongada acción de los pueblos mapuches del sur chileno (particularmente corporeizada en la llamada Coordinadora Arauco-Malleco) contra la apropiación de sus tierras y la sobreexplotación de los recursos naturales, así como la del Valle del Cauca colombiano, son otros ejemplos de este tipo de luchas que parecen desplegarse en toda la región latinoamericana. Vale destacar también el impulso que cobra a partir de 2002 la oposición de los pueblos originarios de América Central contra el Plan Puebla Panamá (PPP), destinado a acelerar la penetración del capital y las inversiones transnacionales en América Central.

Conflictos en los campos y en las ciudades

El surgimiento y la consolidación de estos movimientos indígenas en la escena político-social de la región van acompañados por la emergencia de numerosos movimientos campesinos que alcanzan una significativa presencia tanto en el ámbito nacional como regional. Un caso emblemático en Brasil fue el del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST) brasileño. Las sostenidas ocupaciones de tierra y de edificios públicos en demanda de una reforma agraria progresiva e integral, sus acciones contra la difusión del modelo de agricultura transgénica y el desarrollo de los llamados “asentamientos” hicieron del MST un movimiento social de gran relevancia política en la región. Su experiencia ejemplificó un proceso de creciente movilización y organización de los sectores rurales de la región que estimuló la difusión de movimientos sin tierra en otros países latinoamericanos (por ejemplo en Bolivia y Paraguay). Asimismo se intensificaron las luchas campesinas en México, Paraguay y América Central y su capacidad de convocar también a los pequeños productores castigados por las políticas de liberalización del sector agrícola llevadas adelante bajo la promoción de los acuerdos de libre comercio.

En la misma dirección vale señalar también el crecimiento de las protestas y los procesos de convergencia experimentados en el campo contra las consecuencias económicas y sociales provocadas por la caída de los precios internacionales de numerosos productos agrícolas, las políticas crediticias draconianas y las barreras arancelarias para este tipo de productos vigentes en los países industrializados.

Por otra parte, en el espacio urbano, los efectos estructurales del desempleo acarreados por las políticas neoliberales han dado lugar –fundamentalmente en países del Cono Sur– a la aparición y consolidación de movimientos de trabajadores desocupados. La Argentina surgió como el caso más representativo de este fenómeno. Principalmente a partir de 1999, los movimientos de los piqueteros ocuparon un lugar central en el escenario de la protesta antineoliberal y en la aceleración de la crisis político-social que desembocó en la renuncia del presidente Fernando de la Rúa en diciembre de 2001.

Por otro lado, las ciudades latinoamericanas se han visto sometidas a profundos procesos de reconfiguración espacial y social por el impacto de las políticas liberales. Los procesos de “descentralización municipal” instrumentados al calor de los ajustes fiscales (con el objetivo de “aliviar” la responsabilidad de los gobiernos centrales de transferir recursos a las administraciones locales) tuvieron enormes consecuencias en la vida cotidiana de los habitantes de las ciudades. La fragmentación y bipolarización del espacio urbano, el abandono de los espacios públicos, el deterioro de los servicios y la difusión de la violencia son sólo algunas de las consecuencias más visibles de esta profunda transformación socioespacial que tuvo lugar en las ciudades de la región.

Los conflictos urbanos recientes parecen dar cuenta de esta multiplicidad de problemáticas derivadas de la polarización social impulsada por el neoliberalismo. Las luchas por el acceso a la vivienda (movimientos sin techo), por el mejoramiento de los servicios públicos y contra el alza de tarifas de los mismos, por la defensa de la escuela pública, contra las políticas de descentralización, presentan también, en numerosos casos, la confluencia de diversos sectores sociales. El flagelo ocasionado por las catástrofes naturales (terremotos, ciclones, inundaciones), agudizadas por el creciente impacto ecológico del desarrollo capitalista actual, así como el abandono de las poblaciones urbanas frente a la necesidad de ayuda oficial e inversión en infraestructura, explican las numerosas movilizaciones en reclamo de asistencia de los gobiernos locales y nacionales.

Si en décadas pasadas la participación y movilización juvenil en América Latina se canalizó en gran medida a través de la fuerte presencia del movimiento estudiantil universitario, la protesta de los jóvenes parece adoptar hoy nuevas formas y vías de expresión. El descenso en los niveles de escolarización resultante de los efectos combinados del proceso de privatización educativa y de la concentración del ingreso y el crecimiento de la pobreza tal vez estén entre las causas de la pérdida de peso relativo de los movimientos estudiantiles. Si bien los estudiantes constituyen aún un sector dinámico en el escenario de la conflictividad social –incluso activamente involucrados en protestas multisectoriales que traspasan las reivindicaciones educativas–, el descontento juvenil se canaliza también de otras formas. Se manifiesta, por ejemplo, a través de un activo involucramiento en los movimientos de desocupados, de jóvenes “favelados” en Brasil, en corrientes y colectivos culturales alternativos de diversa índole, en movimientos de derechos humanos, en las protestas indígenas y campesinas, e incluso en colectivos sindicales de trabajadores jóvenes precarizados.

En el mismo sentido, es necesario resaltar la importante presencia y protagonismo de las mujeres en los movimientos sociales de la actualidad. Las figuras femeninas sobresalen también en la constitución de estos movimientos territoriales (Zibechi, 2003); aparecen reflejadas tanto en el papel destacado que alcanzan las mujeres “piqueteras”, zapatistas e indígenas, como en la revitalización y reformulación de las corrientes feministas de décadas pasadas que se cristalizaron, entre otras experiencias, en la llamada Marcha Mundial de las Mujeres (MMM) y en la referencia a la “feminización de la pobreza”.

Conflictos laborales: el sector público

La importancia alcanzada por esos movimientos de base territorial está lejos de implicar la desaparición del conflicto de los trabajadores asalariados urbanos. Pues en muchos de estos movimientos puede distinguirse la presencia de trabajadores en las difusas y heterogéneas formas que esta categoría asume bajo el neoliberalismo que resulta en procesos de reidentificación en términos no vinculados a la relación entre capital y trabajo, entre los cuales están los criterios de “pobreza”, de “etnicidad”, de oficios y de actividades informales” y de comunidades primarias. La comprobación que resulta del seguimiento de los conflictos sociales en América Latina es que el mundo del trabajo –particularmente en el espacio urbano– lejos de ser un sujeto secundario de la práctica reivindicativa ocupa un lugar destacado en el mapa de la protesta social representando aproximadamente un tercio de los hechos de conflicto relevados a lo largo del período que va desde mayo de 2000 a diciembre de 2004. Sin embargo, ese peso cuantitativo de las protestas contrasta con las dificultades que éstas (y las organizaciones sindicales que las impulsan) tienen para trascender su carácter sectorial y alcanzar una dimensión nacional, y señala una redefinición en favor de un significativo protagonismo de los trabajadores del sector público. En 2004, los conflictos protagonizados por ese segmento, según los registros suministrados por el OSAL (Observatorio Social de América Latina)-Clacso representaron el 74,60% del total de protestas de los trabajadores ocupados.

Estas luchas de los asalariados públicos se despliegan frente a las reiteradas políticas de reforma y privatización alentadas por las políticas neoliberales, en particular como resultado de la puesta en práctica de paquetes de ajuste fiscal exigidos y negociados por los gobiernos con los organismos internacionales. En este sector guarda particular relevancia la dinámica de los maestros y profesores, cuyas reivindicaciones se refieren fundamentalmente a aumentos salariales, al pago de sueldos pendientes, al incremento del presupuesto educativo, al rechazo a las propuestas de reformas educativas (en particular, a la flexibilización de las condiciones laborales). En algunos países, las acciones que resultan de la oposición a la privatización de la educación pública permiten la convergencia con sectores estudiantiles (en el ámbito universitario) así como con otros segmentos, como los de los padres de alumnos, que, apoyando los reclamos docentes y participando en la defensa de la educación pública, parecen indicar la aparición de la forma “comunidad educativa” en el desarrollo de esos conflictos.

Cabe destacar asimismo la intensa práctica reivindicativa de los empleados administrativos que se movilizan en contra de despidos, por aumentos salariales o haberes adeudados y contra la reforma del Estado. También, los conflictos protagonizados por los trabajadores de la salud por aumentos salariales, mejoras en las condiciones de trabajo y mayores partidas presupuestarias a los hospitales públicos y al sistema sanitario en general. Es interesante destacar que las formas de protesta en el sector adoptan recurrentemente la modalidad de huelgas prolongadas –incluso por tiempo indeterminado– y se articulan tanto en la forma de huelgas nacionales y regionales convocadas por las centrales sindicales como en procesos de movilización callejera. Lo mismo ocurre con las manifestaciones contra la privatización de empresas públicas.

Convergencia contra las privatizaciones

Pero si la ola privatizadora “de primera generación” emprendida a comienzos de los 90 por algunos gobiernos de América Latina se caracterizó por una resistencia social liderada fundamentalmente por los sindicatos y los trabajadores de los sectores implicados, las luchas contra las privatizaciones de “segunda generación” aparecen en algunos casos como un momento de agregación social de la protesta que se pone de manifiesto a través de la emergencia de espacios de convergencia político-social de carácter amplio. En las movilizaciones de la década anterior, cuando las protestas se restringieron a los trabajadores y sus organizaciones sindicales, sin la formación de frentes sociales más amplios que trascendieran las reivindicaciones particulares, aquéllas fueron en general derrotadas. Circunscripto el conflicto a los empleados de dichas empresas, luego de la privatización, buena parte de los mismos fueron despedidos y pasaron a engrosar las filas de desocupados.

El nuevo ciclo de protestas sociales analizado parece mostrar, por el contrario, un cambio en relación con esta cuestión. Algunos ejemplos recientes como las protestas impulsadas por el Frente Cívico de Arequipa, en el sur de Perú, contra la venta de las empresas públicas del servicio eléctrico (2002) y del Congreso Democrático del Pueblo en Paraguay por la derogación de la ley que habilitaba la privatización de empresas del Estado (2002), ilustran la amplia convergencia de sectores sociales en coordinadoras contra las privatizaciones (federaciones campesinas, sindicatos, estudiantes, las ONG y partidos políticos). No es extraño que sus luchas resulten provisoriamente exitosas y obliguen a los gobiernos a dar marcha atrás en sus intenciones privatistas. El antecedente más importante de este tipo de protestas fue la llamada Guerra del Agua en Cochabamba, Bolivia (2000), que frustró el intento de conceder y privatizar el servicio de agua potable en dicha ciudad a un consorcio internacional encabezado por la empresa norteamericana Bechtel.

Este tipo de movilización asume a menudo una marcada radicalidad en sus formas (levantamientos urbanos, cortes prolongados de ruta, toma y ocupación de instalaciones de las empresas), que parece acompañar una tendencia confrontativa de las acciones que caracteriza al actual ciclo de protestas en la región. Por otra parte, también la denuncia contra la corrupción y la demanda de mayor participación democrática y transparencia en la vida política local han impulsado a los pobladores de las ciudades a manifestar su descontento promoviendo también procesos de convergencia multisectorial bajo la forma de disturbios o de movilizaciones comunitarias.

Un nuevo sindicalismo

Esos procesos de convergencia, que remiten al surgimiento de dinámicas innovadoras para enfrentar la ofensiva neoliberal, tuvieron una doble incidencia en la práctica y debate del mundo sindical latinoamericano. Por un lado, indujeron a algunas agrupaciones a reformular sus estrategias sindicales y en otros casos culminaron en la creación de nuevas corrientes y centrales sindicales con una perspectiva de lucha sindical que intenta ampliar los límites reivindicativos y de alianzas sociales del período fordista. Esta tendencia, ya presente en algunos países desde mediados de la década de 1980, cobró mayor visibilidad desde mediados de los 90 y aparece como un rasgo distintivo del panorama sindical de América Latina.

La creación de la Central Única de los Trabajadores de Brasil (CUT) en 1984, al calor de las luchas contra la dictadura de los trabajadores metalúrgicos del ABC paulista, resultó de un proceso de convergencia de agrupamientos sindicales antiburocráticos y de izquierda, y constituyó un hito en el panorama sindical de la región. En el marco de la transición democrática en Uruguay y producto de la convergencia del Plenario Intersindical de Trabajadores y de la Convención Nacional de Trabajadores (CNT), en 1985 nació la central PIT-CNT que recoge también la experiencia de lucha de los trabajadores contra la dictadura en ese país. Reunidas en el Congreso Constitutivo de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) de Colombia, diferentes corrientes ideológicas del sindicalismo aprobaron la creación de dicha central a finales de 1986, con el objetivo explícito de luchar contra el Fondo Monetario Internacional, la deuda externa y la banca internacional. En 1992, sectores sindicales, distanciados de la Confederación General del Trabajo (CGT) de la Argentina, conformaron el Congreso de los Trabajadores Argentinos, que a partir de 1996 se organizó como Central de los Trabajadores Argentinos (CTA). La creación de la CTA se produjo en un abierto cuestionamiento al modelo neoliberal y al “sindicalismo de negocios” encarnado por la CGT, adoptando un modelo sindical abierto al que se incorporaron desde su creación agrupaciones de trabajadores desocupados.

Para el caso de México cabe señalar la fundación de la Unión Nacional de Trabajadores (UNT), en 1998, como respuesta al apoyo de la tradicional Confederación de Trabajadores de México (CTM) a las políticas neoliberales implementadas por los sucesivos gobiernos del Partido Revolucionario Institucional (PRI). En el mismo país se fundó en 2002 el Frente Sindical Mexicano, con la participación del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME), entre otros. Ambas agrupaciones han convergido en acciones de lucha unitaria junto a El Barzón (movimiento de agricultores endeudados, formado en 1993), el Congreso Agrario Permanente, el Frente Sindical Campesino, Social y Popular –entre otras organizaciones–, con el objetivo de torcer el rumbo de las políticas económicas y sociales del gobierno del presidente Vicente Fox. Es importante también mencionar la creación en abril de 2003 de la Unión Nacional de Trabajadores (UNT) de Venezuela como una respuesta de amplios sectores sindicales, ligados al proceso bolivariano, a la participación de la Central de Trabajadores de Venezuela (CTV) en las acciones de desestabilización del régimen democrático durante 2002. La UNT, que ha postulado su autonomía respecto del gobierno del presidente Hugo Chávez, promueve la cogestión de los trabajadores en las empresas públicas. Bajo el impulso de la CUT, estas experiencias convergieron, en el Cono Sur, en la Coordinadora de Centrales Sindicales del Cono Sur (CCSCS), creada en 1986 para buscar alternativas al rumbo neoliberal que adoptó la integración del Mercosur en la región.

Estos y otros agrupamientos y centrales sindicales han tenido una activa participación en los procesos de convergencia regional e internacional que han asumido particular relevancia en el escenario actual de la protesta social latinoamericana. Estas dinámicas constituyen, por su amplitud e inserción geográfica y su nivel de convocatoria en términos de movimientos y colectivos sociales, una experiencia sin precedentes en el continente. En el pasado, las experiencias de coordinación internacional de movimientos sociales tuvieron sus expresiones más destacadas en el ámbito de las organizaciones sindicales o de sectores estudiantiles universitarios. Centradas en la defensa de intereses sectoriales y/o profesionales, esas convergencias encontraban grandes dificultades para trascender su condición y alcanzar un ámbito reivindicativo específico. El impacto y las consecuencias de la “globalización neoliberal” y, consecuentemente, la irrupción en los escenarios políticos nacionales de procesos de magnitud continental (entre otros, por ejemplo, los llamados acuerdos de libre comercio) han dado por resultado la aparición y afirmación de experiencias de coordinación hemisférica en las que confluyen movimientos sindicales, de mujeres, estudiantiles, las ONG, partidos políticos, colectivos antimilitaristas, agrupaciones de defensa del medio ambiente, etc. En esa coordinación desempeñan un papel decisivo las organizaciones campesinas, particularmente a través de la Coordinadora Latinoamericana de Organizaciones del Campo (CLOC) y su articulación internacional, la Vía Campesina. La Campaña Continental contra el ALCA (CCCA), promovida por la Alianza Social Continental (ASC), y otras redes y colectivos son tal vez los ejemplos más destacados, a los que se agrega la innumerable cantidad de encuentros, regionales y continentales, contra el Plan Puebla Panamá, la militarización regional y la intervención extranjera (particularmente en relación con los llamados Plan Colombia e Iniciativa Andina), entre otras cuestiones. La constitución del Foro Social Mundial (FSM, 2001), del Foro Social de las Américas (FSA, 2004) y del Foro Mesoamericano (FM, 2002) aparecen como las experiencias más destacadas de estas convergencias no sólo en el ámbito internacional, sino también continental y regional.

Alrededor de 800 mujeres campesinas, organizadas por la Vía Campesina, ocupan la multinacional Bunge, en Luziânia (en las cercanías de Brasilia), Brasil, en marzo de 2015 (Antonio Cruz/Abr)

 

Nuevas prácticas y nuevos horizontes

Con este panorama de las características actuales del conflicto social en América Latina, aparecen ya resaltadas algunas de las particularidades que distinguen la acción y conformación de los movimientos sociales y populares contemporáneos en nuestra región. El análisis de estas experiencias y, particularmente, el entendimiento y conceptualización de las novedades que dichos movimientos plantean en el decurso histórico de la acción colectiva y la contestación social constituyen uno de los centros de atención de la elaboración y revitalización del pensamiento social latinoamericano actual.

La renovada generación de estudios y publicaciones sobre estas temáticas ha supuesto también la constitución de un nuevo campo de problemáticas, así como un enriquecimiento de los marcos teóricos y metodológicos relacionados con el estudio de los movimientos sociales. Una de las manifestaciones de estas elaboraciones y de los debates planteados es, por ejemplo, el lugar que en el seno del pensamiento crítico ha ocupado recientemente la discusión sobre la conceptualización del poder y el papel que le cabe al Estado-nación en relación con las visiones de la emancipación social promovidas por dichos movimientos.

En lo que atañe a los sujetos sociales que parecen protagonizar este nuevo ciclo de protestas cabe resaltar dos características ya señaladas. La primera es el desplazamiento del conflicto asalariado al sector público, en desmedro del impacto e importancia que guardan los impulsados por los trabajadores del sector privado. Este hecho implica, a su vez, una configuración particular que atraviesa la acción de las organizaciones sindicales como dinámica reivindicativa del sector público, y convoca a la participación y convergencia de otros sectores sociales en la defensa del acceso y calidad de la educación y la salud como derechos de los ciudadanos. En muchos casos, las luchas contra estas políticas de desmantelamiento y privatización, y el impulso de los procesos de convergencia –que adoptan las formas de coordinadoras y frentes cívicos– no necesariamente reposan sobre la dinámica sindical asalariada. Es importante el papel jugado por otras organizaciones (movimientos campesinos, indígenas, desocupados, estudiantes, movimientos urbanos, entre otros) en la conformación de estas “coaliciones sociales amplias”. La segunda característica se refiere a la consolidación de movimientos de origen rural –indígenas y campesinos– que alcanzan una significación e influencia nacional y regional. Los mismos desarrollan una notable capacidad de interpelación y articulación con sectores sociales urbanos, y logran vincular, en muchos casos con éxito, la dinámica de la lucha contra el neoliberalismo (política agraria, privatizaciones, ajuste fiscal) a un cuestionamiento más amplio de las bases de legitimidad de los sistemas políticos en la región.

En relación con los “repertorios de la protesta” es importante destacar una tendencia a la radicalización en las formas de lucha que se pone de manifiesto en la difusión regional de levantamientos urbanos y de bloqueos de carreteras (característicos, por ejemplo, de la protesta de los movimientos de trabajadores desocupados en la Argentina y de los movimientos indígenas y cocaleros del Área Andina), en la generalización de medidas confrontativas en desmedro de las medidas demostrativas, las ocupaciones de tierras (impulsadas por los movimientos campesinos) o de edificios públicos o privados y en la duración temporal de las acciones de protestas (acciones prolongadas o por tiempo indeterminado). Por otra parte, la recurrencia de largas marchas y manifestaciones que atraviesan durante días y semanas los espacios regionales y nacionales parecen querer contrarrestar la dinámica de segmentación territorial promovida por el neoliberalismo. Asimismo, los disturbios y los levantamientos urbanos aparecen como estrategias tendientes a la reapropiación colectiva del espacio comunitario y a la recuperación de una visibilidad social denegada por los mecanismos de poder.

Estos dos breves señalamientos –así como la descripción del escenario de conflicto social presentado anteriormente– permiten entonces profundizar, sin pretender agotar la cuestión, el carácter de la configuración particular que parece distinguir la experimentación de los movimientos sociales contemporáneos en la región, subrayando tres características: territorialización, democracia y movimientos sociales, y un nuevo tipo de internacionalismo.

Territorialización

En primer lugar, hay que hablar de la dinámica de apropiación territorial que caracteriza la práctica colectiva de los movimientos territoriales rurales y urbanos. Presentada por Zibechi (2003) como “la respuesta estratégica de los pobres a la crisis de la vieja territorialidad de la fábrica y la hacienda… [y a] la desterritorialización productiva… [impulsada por] las contrarreformas neoliberales” y también al proceso de privatización de lo público y a la política, esa tendencia a la reapropiación comunitaria del espacio de vida donde se asientan dichos movimientos se refiere tanto a la expansión de las experiencias de autogestión productiva, de resolución colectiva de necesidades sociales (por ejemplo, en el terreno de la educación y la salud) como a las formas autónomas de gestión de los asuntos públicos. En ese continuum diverso pueden abarcarse los asentamientos cooperativos del MST brasileño, las comunidades indígenas en Ecuador y Bolivia, los municipios autónomos zapatistas en México, los emprendimientos productivos de los diferentes movimientos de desocupados y el movimiento de fábricas recuperadas ambos en la Argentina, así como los disturbios y levantamientos urbanos que implicaron la emergencia de prácticas de gestión del espacio público (tal es el caso, por ejemplo, de la Guerra del Agua en Cochabamba, Bolivia, y de la experiencia de las asambleas populares surgidas en los principales centros urbanos de la Argentina luego de diciembre de 2001).

En este sentido, esta creciente “territorialización” de los movimientos sociales es el resultado tanto de la extensión de formas de reciprocidad, es decir, de intercambio de fuerza de trabajo y de productos sin pasar por el mercado –aunque con una relación inevitable, pero ambigua y tangencial, con él–, así como de nuevas formas de autoridad política, de carácter comunal, que operan con y sin el Estado. En tensión permanente con el mercado y el Estado, extendida en el tiempo o inestable y temporaria, asentada en prácticas de producción y reproducción de la vida u operando simplemente en el terreno de la gestión de lo público-político, esa dinámica de reapropiación colectiva del territorio social parece orientar la experiencia no sólo de los movimientos indígenas y campesinos, sino también en el espacio urbano. En esta dirección se podría afirmar, como dice Luis Tapia en el artículo “La crisis política de abril” (Osal , n.º 2, 2000) que “la política antineoliberal pareciera encaminarse hacia una acción de producción y reproducción de la sociedad más allá de la producción ampliada y dislocada de los capitales transnacionales”.

Democracia y movimientos sociales

En consonancia con esta experiencia, la práctica y la discursividad de la mayoría de los movimientos sociales reseñados aparece atravesada por la revalorización de mecanismos democráticos de participación y decisión que, inspirados en las referencias de la democracia directa o semidirecta, orientan tanto sus modelos organizativos como la programática y demanda en relación con el Estado. En este sentido, por un lado, la promoción de formas participativas más horizontales y abiertas son vistas como reaseguro frente al peligro de “desconexión” entre los diferentes niveles organizativos y de burocratización y manipulación; así como, por otra parte, la confrontación con la hegemonía neoliberal en el terreno de las políticas públicas se ha traducido en un creciente cuestionamiento al régimen político, al modelo de la democracia representativa y a la forma que adoptó la constitución del Estado-nación en América Latina, promoviendo frente a éste una diversidad de demandas que van desde la exigencia de consultas –o referendo– hasta los reclamos de autonomía y autogobierno, impulsados particularmente por los movimientos indígenas.

Las experiencias de autoorganización social vinculadas a formas asambleístas de organización fueron una característica de la emergencia de muchos de estos movimientos (por ejemplo, las organizaciones de trabajadores desocupados y las asambleas populares en la Argentina o los levantamientos urbanos de la Guerra del Agua y la Guerra del Gas en Bolivia). Asimismo las tradicionales experiencias de gestión comunitaria que caracterizaron a las comunidades indígenas reformuladas bajo el impacto de las políticas neoliberales han servido para plantear una mirada crítica y alternativa respecto de las formas delegativas y de representación. En ese terreno, la experimentación zapatista cristalizada en la voz del “mandar obedeciendo” es quizás la más clara y sugerente, aunque no la única. Por otra parte, la utilización y presencia en la programática de muchos de estos movimientos de instrumentos de democracia semidirecta puede constatarse, por ejemplo, en la demanda del referendo sobre el gas y la convocatoria a Asamblea Constituyente en las jornadas de octubre en Bolivia (2003), en los referendos contra las privatizaciones en Uruguay o en la exigencia de plebiscitos vinculantes sobre el ALCA que impulsan las coaliciones sociales constituidas en oposición a dicho acuerdo comercial a nivel continental.

En la misma dirección, sea bajo la forma de la demanda de un Estado plurinacional en el caso del movimiento indígena ecuatoriano, sea en la exigencia y construcción del autogobierno en los municipios autónomos zapatistas, la reivindicación de la autonomía de los pueblos indígenas asumirá, en su proyección social, los postulados de una democratización radical de las formas del Estado-nación, particularmente de la “colonialidad del poder” que caracterizó su constitución.

Por último, el acceso a gobiernos locales de representantes de dichos movimientos (especialmente en la experiencia de las sierras ecuatorianas y en el valle del Cauca, en Colombia) ha implicado la puesta en marcha de mecanismos de participación y control popular en la gestión de los mismos. En la diversidad de las experiencias descriptas anteriormente puede así señalarse la emergencia de una tendencia democratizadora que atraviesa la práctica colectiva de los movimientos sociales tanto en sus espacios de autonomía como en el terreno del Estado y expresa la medida en que la democracia participativa ha asumido una nueva dinámica protagonizada por comunidades y grupos sociales subalternos en lucha contra la exclusión social y la trivialización de la ciudadanía.

 

Marcha de los movimientos sociales en ocasión de la XII Cumbre Presidencial del ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América), en Guayaquil, Ecuador, en julio de 2013 (Xavier Granja Cedeño Ministerio de Relaciones Exteriores y Movilidad Humana/Cancillería de Ecuador)

Un nuevo tipo de internacionalismo

Desde las protestas contra el Acuerdo Multilateral de Inversiones (AMI, 1997-1998), la Batalla de Seattle que frustró la bautizada Ronda del Milenio de la Organización Mundial del Comercio (1999), la creación y profundización de la experiencia del Foro Social Mundial (FSM) y las “jornadas globales” contra la intervención militar en Iraq (2003-2004), la nervadura de un “nuevo internacionalismo” ha teñido de manera profunda y singular la experimentación de los movimientos sociales en la arena mundial. El carácter eminentemente social de los actores involucrados (aunque no desligado de inscripciones ideológico-políticas), su heterogeneidad y amplitud, la extensión verdaderamente internacional de las convergencias, las formas organizativas y las características que asumen tales articulaciones señalan la novedad de este internacionalismo.

América Latina no ha sido ajena a este proceso. Por el contrario, la realización en 1996 del I Encuentro por la Humanidad y contra el Neoliberalismo, organizado por el zapatismo en las profundidades de la selva chiapaneca, así como el nacimiento del FSM en la ciudad brasileña de Porto Alegre, señalan la profunda imbricación entre el crecimiento de la protesta y los movimientos sociales en América Latina y la emergencia de las convergencias globales contra la mundialización neoliberal. En esta región, a lo largo de los últimos años, estas experiencias han estado signadas particularmente por la evolución de los llamados acuerdos sobre liberalización comercial y especialmente frente a la iniciativa norteamericana de crear el ALCA.

Estos procesos de resistencia abarcaron tanto la constitución de espacios de coordinación a nivel regional (que agrupan a un amplio arco de movimientos, organizaciones sociales y diversas ONG) como el surgimiento de similares experiencias de convergencia a nivel nacional (por ejemplo las campañas nacionales contra el ALCA). Ellos resultaron, en el marco continental y junto a la experiencia de los Foros Sociales y las movilizaciones contra la guerra, en la expresión actual y en la prolongación del movimiento “altermundialista” que emergió y se consolidó en la última década.

En relación con este proceso de convergencias contra el “libre comercio”, la experiencia regional se remonta a las protestas que despertaron la negociación y la puesta en marcha (1994) del Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), la creación de la Alianza Social Continental (1997), la organización de la I Cumbre de los Pueblos de las Américas (1998) –en oposición a la II Cumbre de Presidentes de los 34 países americanos que participan de la negociación del ALCA– y a la organización de los Encuentros Hemisféricos contra el ALCA (La Habana, Cuba; 2002-2005). Los procesos de convergencia y protesta se intensificaron en el ámbito regional, particularmente alrededor de la dinámica y características que esas negociaciones asumieron a partir de 2003 –signadas por la proximidad de la fecha prevista inicialmente para su finalización (2005), que no pudo ser cumplida por las dificultades y resistencias que enfrentó y por la aceleración de los Tratados de Libre Comercio (TLC) plurilaterales–. En América Central, estas experiencias han fructificado en la creación y desarrollo de los foros centroamericanos y del llamado Bloque Popular Centroamericano. En el caso de los países que integran el Mercosur, las campañas nacionales contra el ALCA han impulsado, con la participación de centrales sindicales, diferentes y masivas consultas populares así como han evolucionado hacia el creciente cuestionamiento del “libre comercio” ante las diferentes negociaciones comerciales que encaran los gobiernos del Cono Sur.

Finalmente, en el Área Andina, la articulación entre el rechazo a estos tratados con masivas protestas en los espacios nacionales (por ejemplo, la Guerra del Gas en Bolivia, 2003) y la emergencia de procesos de coordinación regional (por ejemplo, en abril de 2004 se realizó la primera Jornada Andina de Movilización contra el ALCA) señalan la riqueza de estos procesos. La realización del I Foro Social de las Américas en Ecuador (julio de 2004) se constituyó en un punto de llegada de estas experiencias. El encuentro permitió potenciar la lucha andina contra el libre comercio, en particular en Colombia donde tuvieron lugar masivas movilizaciones contra el TLC en la segunda mitad del año.

La gobernabilidad neoliberal en jaque

El inicio de la nueva década encontró a las “democracias neoliberales” de América Latina y a las elites políticas y económicas impulsoras y beneficiarias del modelo, aturdidas por los ecos de esa profunda y recurrente “interpelación plebeya”. La legitimidad política e ideológica del orden neoliberal se vio cuestionada en muchos de los países de la región y una visible voluntad de cambio de rumbo en la orientación político-económica dominante en las últimas décadas impregnó el discurso y la práctica de los movimientos sociales más relevantes.

En el marco de la crisis económica que atravesó buena parte de América Latina entre fines de los 90 y los primeros años del nuevo siglo y frente a los intentos de profundizar las políticas neoliberales, este proceso se tradujo por un lado en levantamientos e insurrecciones populares que llegaron a derribar a varios gobiernos. Por otra parte se expresó también en la aparición de “mayorías electorales” críticas al neoliberalismo, con el consecuente triunfo de coaliciones partidarias y en nuevos elencos gubernamentales, sobre todo en los países del Cono Sur, que pusieron el acento de su discursividad política en los estragos sociales producidos por la aplicación del recetario neoliberal y que, en algunos casos, tenían profundos vínculos con los propios movimientos sociales y venían de ocupar la oposición político-partidaria capaz de alcanzar el poder. Así, también la continuidad de la protesta social y su reconceptualización democrática de la política, entendida como posibilidad de cambio, enfrentaron las iniciativas de las elites tendientes a limitar institucionalmente las demandas sociales, a acentuar y expandir un diagrama de militarización social y de criminalización de las rebeldías, y a disputar, con sus propias acciones, el espacio de la movilización callejera.

Dependiendo de la fuerza y la dinámica en la que se encontraban los movimientos sociales, de la pujanza y unidad en el seno del bloque dominante, de la existencia y profundidad de la crisis de legitimidad del régimen neoliberal, estas salidas se combinaron de distinta manera en cada contexto nacional planteando en su generalidad un nuevo escenario signado por nuevos desafíos y dificultades para los movimientos sociales que emergieron en el período reciente. No cabe hacer aquí el análisis detallado de tales movimientos y de los diferentes contextos político-sociales en los que se inscriben. Sí valdría señalar que ya sea bajo la forma de la militarización, la relegitimación institucional o la transformación de las políticas públicas, el nuevo escenario latinoamericano plantea el debate sobre la relación entre el Estado y las clases sociales, sobre las nociones de autonomía e integración, de democratización y transformación social. Las siguientes consideraciones pueden contribuir para ese futuro debate.

Vientos de cambio

Las rebeliones populares que derribaron gobiernos resultaron particularmente visibles en el área andina: de 1999 a 2005, cinco de los seis presidentes latinoamericanos desalojados del poder gobernaron países de la región (Ecuador, 1999; Perú, 2000; Argentina, 2001; Bolivia, 2003; Ecuador, 2005, y Bolivia, 2005). Este cuestionamiento del poder político, que contrasta con la relativa estabilidad institucional de la que gozaron los gobiernos luego de las “transiciones democráticas” en la década de los 80 y parte de los 90, se extendió también en algunos países –como lo muestra el caso argentino– a los poderes legislativo y judicial, que fueron interpelados también como corresponsables de la implementación de las mencionadas políticas. Sin embargo, la capacidad destituyente que supo alcanzar la movilización popular planteó nuevos problemas y desafíos a la hora de crear una salida efectiva del neoliberalismo, señalando la complejidad de las transiciones abiertas.

Por otra parte, las aspiraciones de transformación enarboladas por vastos sectores populares cristalizaron también en el Cono Sur, en la elección de nuevos elencos gubernamentales que encarnaban esa voluntad de cambio. En este sentido, podrían mencionarse las experiencias de Luis Inácio Lula da Silva en Brasil (2002), Néstor Kirchner en la Argentina (2003) y Tabaré Vázquez en Uruguay (2004) y Evo Morales en Bolivia (2005) en una lista que, para muchos analistas, podría incluir también a Lucio Edwin Gutiérrez Borbua en Ecuador (2002) y Nicanor Duarte Frutos en Paraguay (2003). La continuidad de la política neoliberal del gobierno de Gutiérrez llevó, a meses de su asunción, a la ruptura de la alianza con las principales organizaciones indígenas abriendo un proceso de crisis y recomposición de dicho movimiento que todavía no está concluido. Asimismo la intensa represión estatal y paraestatal que enfrentó el ciclo de protestas campesinas a lo largo de 2004 en Paraguay implicó un reflujo de las movilizaciones rurales. En la lógica gubernamental, la militarización del campo se prolongó en los recientes acuerdos para el ingreso de efectivos militares estadounidenses, operativos conjuntos y la instalación de una base militar de dicho país en territorio paraguayo.

En el caso de Brasil, la continuidad de la política económica neoliberal que caracterizó al gobierno del PT abriría paso a una creciente tensión y rupturas dentro del partido y en el campo de la coordinación política de los movimientos sociales. El caso argentino reveló una situación similar, aunque en un contexto muy diferente. La elección de Néstor Kirchner con el 22,2 % de los votos –tras la deserción de Carlos Menem– y la prolongación de los ecos de la crisis y de las movilizaciones de fines de 2001 condicionaron al nuevo gobierno a buscar el apoyo de una parte del movimiento social, agudizando las tensiones dentro de éste, especialmente en aquellas organizaciones que se integran al proyecto presidencial y las que se confrontan con las políticas en curso. Aún en el marco del incipiente gobierno uruguayo es posible prever semejantes tensiones y disputas.

Aunque muchos de esos gobiernos gozaron de una coyuntura internacional más favorable que permitió la recuperación de un cierto dinamismo económico, la situación se tradujo en una mayor capacidad de recomposición de la crisis de legitimidad del modelo social forjado por el neoliberalismo sin que ello supusiera necesariamente su ruptura. En este sentido, los beneficios del crecimiento económico no se han reflejado en una modificación sustantiva de la regresiva distribución del ingreso y la riqueza inherente al neoliberalismo; al contrario, un balance provisorio de las políticas económicas adoptadas por dichos gobiernos señala la persistencia de una orientación basada en la disciplina fiscal. Así, la posibilidad de profundizar este “círculo virtuoso del crecimiento”, aparece asociada en los discursos y políticas gubernamentales a la capacidad de atracción de inversiones externas, particularmente a la profundización del modelo exportador vinculado al agronegocio y la explotación intensiva de los recursos naturales.

En ese escenario, la experiencia del llamado “proyecto bolivariano” en Venezuela se configuró como un caso particular. En él se dieron intensos procesos de movilización popular con la adopción de políticas públicas de clara orientación posneoliberal en el marco de una importante polarización político-social que, tras el referendo revocatorio presidencial (agosto de 2004), cristalizó en una consolidada mayoría a favor de las transformaciones en curso. En este sentido, la fracasada serie de huelgas cívicas, golpe militar, lock out patronal y conspiraciones que asediaron al gobierno del presidente Hugo Chávez desde fines de 2001, así como la radicalización e intensificación de la organización y la participación político-social de los sectores subalternos dieron paso a una experiencia gubernamental que se distingue claramente en la región por avanzar en un camino de transformación social. Así, la apropiación pública de la renta petrolera resultado de las reformas implementadas en la empresa petrolera estatal permitió el desarrollo de un conjunto de políticas sociales. Asimismo, la negativa del gobierno venezolano a la iniciativa estadounidense del ALCA tuvo su contraparte en la energía dedicada a promover y construir las líneas de una integración regional de carácter alternativo convocada tras la referencia a la Alternativa Bolivariana para las Américas. A diferencia del resto de las experiencias latinoamericanas, en el caso venezolano, el propio gobierno resulta uno de los impulsores de la movilización y organización social sin que esto deje de plantear, en otros términos, la problemática de la autonomía de los movimientos sociales con respecto al Estado.

Surge el “neoliberalismo de guerra”

Los intentos de profundizar las políticas neoliberales han contribuido también a la creciente militarización de las relaciones sociales en un proceso que ha sido bautizado como “neoliberalismo de guerra”. El término no se refiere solamente a la política de guerra y de intervención militar esgrimida como prerrogativa internacional por el presidente Bush –particularmente luego de los atentados del 11 de septiembre de 2001–, sino también a la profundización de un esquema social represivo que abarca tanto reformas legales que cercenan derechos y libertades democráticas y otorgan mayor poder e impunidad al accionar de las fuerzas policiales, el incremento de la represión estatal y paraestatal, y la creciente intervención de las Fuerzas Armadas en los conflictos sociales internos. Toda esa movilización se orienta a la criminalización de la pobreza y de la protesta social, bajo el retorno del estigma de las “clases peligrosas” que caracterizó tanto a los regímenes oligárquicos de principios del siglo XX como a las dictaduras “contrainsurgentes” de la década de 1970. Justificada bajo el pretendido combate al narcotráfico, el terrorismo o la delincuencia, la ideología de la “seguridad” pretende así la reconstitución de la cuestionada “gobernabilidad neoliberal”. Una de sus expresiones más trágicas ha sido el incremento de la presencia militar norteamericana a lo largo de toda la región latinoamericana y en la intervención multilateral en Haití. Asimismo, en el terreno de las políticas domésticas el caso colombiano resulta uno de los laboratorios principales de la implantación de estos diagramas represivos, particularmente bajo la gestión del presidente Álvaro Uribe. Su gobierno abre un proceso que no sólo persigue profundizar el enfrentamiento militar con la guerrilla –luego de la ruptura de los acuerdos de paz del período anterior–, sino también el despliegue de una política de “militarización social”, en la tentativa de afirmar una legitimidad autoritaria, particularmente en los sectores urbanos de clases medias.

Esta tentativa de relegitimación represiva y autoritaria que parece caracterizar a esta cuarta ola neoliberal está acompañada, en el plano económico-comercial y diplomático, por una sostenida ofensiva en pos de profundizar la liberalización comercial y la protección al capital trasnacional por intermedio de la firma de tratados de libre comercio (fundamentalmente con los Estados Unidos y la Unión Europea), bajo el justificativo de garantizar una nueva fase de crecimiento y “prosperidad económica” para la región. La fase del “neoliberalismo de guerra” acompaña así la promoción de una reconfiguración radical y aún más regresiva de la geografía política, social y económica de América Latina, como resultado de la aceleración de los llamados “tratados de libre comercio”, que tienen en el ALCA su máxima expresión. Así, en el marco de la renovada iniciativa que asumen las negociaciones y acuerdos de liberalización comercial, los movimientos sociales y el ciclo de disputas que los mismos vienen protagonizando en América Latina a lo largo de los últimos años enfrentan, en el cuestionamiento al proceso de concentración de ingresos y riquezas en curso, un escenario que agudiza la tensión entre el camino de una efectiva democratización social y las respuestas de militarización del orden público.

Otra América

Este ensayo intentó dar cuenta, de manera breve, de los rumbos por los que transita y las características que adopta el proceso de disputa social y política abierto con la crisis del modelo neoliberal forjado en la década de 1990 y las características que parecen signar la configuración de los movimientos sociales contemporáneos. Como hemos señalado, este proceso no es homogéneo y se expresa diferentemente en cada una de las regiones y países. En ese sentido, la evolución de la región norte (México, América Central y el Caribe) parece evidenciar una notoria consolidación de los procesos de liberalización comercial, piedra angular de los planes estratégicos de Washington. En contrapartida, la convulsionada situación política en gran parte de la región andina es una manifestación de las fuertes tensiones sociales resultantes de los intentos de profundizar estos “nuevos” recetarios neoliberales que se traducen en la dificultad de estabilización de los regímenes políticos que impulsan esas políticas. La experiencia de la llamada “revolución bolivariana” en Venezuela, a la que habría que sumar el escenario abierto en Bolivia tras la caída del gobierno de Carlos Mesa y, en especial, con la elección de Evo Morales, para la presidencia de la República, en diciembre de 2005, resultan las salidas posibles más significativas al neoliberalismo. Han surgido cambios que apuntan a dar una respuesta a las dificultades vividas por los movimientos sociales, con el viraje de línea del movimiento zapatista de México, que desmoviliza sus intentos locales de gobierno, para centrar su actuación en frentes políticos nacionales. Por su parte, los movimientos campesinos ecuatorianos viven las repercusiones negativas de su participación en el equipo de Lucio Gutiérrez, dividiéndose y debilitándose frente al cambio rápido de orientación de ese gobierno. Por otra parte, en la región sur, los movimientos sociales enfrentan el desafío de trascender la pérdida de legitimidad del neoliberalismo buscando disputar el rumbo de los procesos en curso. Para ello se torna un elemento significativo la posibilidad de conquistar autonomía política y capacidad crítica y organizativa por parte de los movimientos sociales. En este contexto, son las resistencias, los programas y los horizontes emancipatorios que caracterizan el comienzo del siglo XXI los que alumbran los contornos de esa “otra América posible” que tanto reclaman nuestros pueblos.

Datos Estadísticos

Evolución del conflicto social en América Latina y en el Caribe (18 países)*

* Relevamiento realizado sobre la base de la consulta de periódicos nacionales para dieciocho países latinoamericanos: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Puerto Rico, República Dominicana, Uruguay y Venezuela. Elaborado por el Observatorio Social de América Latina (OSAL-Clacso, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales).

Bibliografía

  • Dávalos, Pablo: “Plurinacionalidad y poder político en el movimiento indígena ecuatoriano”, OSAL , núm. 9, enero 2003, Buenos Aires, Clacso.
  • Quijano, Aníbal: “El laberinto de América Latina: ¿hay otras salidas?”, Revista Venezolana de Economía y Ciencias Sociales, vol. 10, núm. 1, mayo 2004, Caracas, Universidad Central de Venezuela.
  • Seoane, José (comp.): Movimientos sociales y conflicto en la América Latina, Buenos Aires, Flacso, 2003.
  • Seoane, José; Taddei, Emilio (comps.): Resistencias mundiales: De Seattle a Porto Alegre, Buenos Aires, Flacso, 2001.
  • Zibechi, Raúl: “Los movimientos sociales latinoamericanos: tendencias y desafíos”, OSAL, núm. 9, enero 2003, Buenos Aires, Flacso.

 

Conteúdo atualizado em 09/06/2017 21:38