Por María Alicia Gutiérrez
El mapa religioso de América Latina y el Caribe aún no fue trazado correctamente. La dificultad de esa tarea, sin desmerecer las innumerables investigaciones ya realizadas en la región, es emblemática por la diversidad que caracteriza al continente desde sus orígenes.
La importancia de las iglesias y las religiones ha sido un factor crucial en la historia de América Latina. A pesar de considerárselo un continente católico por excelencia, no faltó, por estar profundamente arraigada en las diversas culturas populares de la región, una multiplicidad de expresiones religiosas y espirituales, que se confrontaron desde la época de la conquista y la colonización.
La tarea colonizadora llevada a cabo por la Iglesia Católica durante la conquista española y e portuguesa se organizó en ese mosaico multicultural. Es por ello que la región es considerada mayoritariamente católica; esto se debe también al papel central que esa iglesia desempeñó en la conformación de los estados nacionales, al estrechar sus vínculos con el poder público. La protección y el financiamiento estatal al culto católico demuestran el estatus privilegiado de esta religión en comparación con las demás, como por ejemplo el protestantismo, presente en la región desde hace más de 150 años. Dichas características también significaron, sin embargo, el control del poder político en la elección de los obispos, en la apertura de diócesis y en la distribución de las bulas papales.
Tan sólo en los últimos años del siglo XX se cultivó el rescate de la diversidad religiosa como parte de una historia que había sido silenciada y olvidada en el continente.
Influencia del positivismo laico
En el transcurso de los primeros años del siglo XX, la Iglesia Católica fue una institución socialmente marginada, con una organización deficiente, que precisaba competir con una elite secularizada, fuertemente influida por el pensamiento liberal positivista. Uruguay, que en 1905 estableció la separación entre Iglesia y Estado e inició un proceso de secularización, es la excepción a la regla en la región. Ello implicó la delimitación del espacio social respecto del religioso, produciendo su salida de la escena pública estatal, pero no la desaparición de la religiosidad.
En México, alrededor de 1910, al compás de la Revolución Mexicana y de la instauración del Partido Revolucionario Institucional (PRI), se estableció la separación entre la Iglesia Católica y el Estado; sin embargo, se mantuvo una profunda religiosidad popular. En el caso argentino, el área de educación se mostró particularmente conflictiva cuando la elite gobernante organizó, con el sistema de educación pública y laica, la integración de los inmigrantes europeos en la sociedad. La introducción del matrimonio civil fue otro tema delicado y controvertido. Estas dos cuestiones (educación y familia) caracterizaron fuertemente los enfrentamientos Iglesia-Estado en la región durante el siglo XX. Era una reacción a las transformaciones de la modernidad.
La presencia de nuevos grupos religiosos en toda América Latina se debe entender en el interior de ese conflicto. Bastian (1990) observa:
la presencia protestante en América Latina durante la primera mitad del siglo XIX fue excesivamente limitada, con excepción del sur de Brasil. El pluralismo religioso no era defendido por ninguna Constitución, pero posteriormente fue considerado un aliado pues permitía imponer la religión al progreso.
No obstante, el clero vinculado a Roma denunciaba las redes asociativas, las logias masónicas, los círculos espiritistas y las sociedades protestantes como una “conspiración protestante, liberal, masónica y espiritista”.
En América Latina se estaba constituyendo un “Estado laico”, en tanto la Iglesia Católica sufría un proceso de reforma y romanización en su enfrentamiento con el mundo moderno. A pesar de ello, en varios países de la región, durante los años 20 y 30, se dio la recuperación de espacios de poder por parte de las jerarquías eclesiásticas católicas, mediante la reinserción de la educación católica y la formación de nuevos líderes políticos.
En la Argentina, donde se reservó al catolicismo un lugar prioritario, pero no el estatus de religión oficial, las jerarquías católicas apoyaron el golpe militar de 1930 (e iniciaron así una sucesión de actitudes similares, cada vez más comprometidas) y, en recompensa, algunos de sus hombres obtuvieron prebendas y cargos dentro del aparato del Estado. En esta situación, se articuló un proceso de creciente gravitación social y consolidación institucional, en el que una robusta constelación de clases y grupos sociales, marcados por una fuerte vocación autoritaria, fue dependiendo cada vez más de la Iglesia Católica, que actuaba como instancia suprema de legitimación de sus emprendimientos antidemocráticos y agencia de socialización de masas. La situación fue semejante en Colombia, donde se excluían las acciones proselitistas protestantes en las comunidades indígenas, mediante un acuerdo jurídico entre el Estado y la Santa Sede.
En el mismo período se produjo la expansión del campo religioso, pues de acuerdo con Mallimaci (1996):
ya no serán el protestantismo liberal, los cultos espiritistas o las escuelas científicas del siglo XIX y principios del XX o la moral laica los que traerán adhesiones. [En cambio,] el catolicismo es visto como un actor central, pero no único, en ese proceso de nuevas hegemonías. El protestantismo se expande y los grupos afroamericanos comienzan un lento proceso de reconocimiento, visibilidad y presencia, ya no sólo en el ámbito de la vida privada, sino también en la vida pública y en su relación con el Estado.
En el caso de Chile, en 1925, la Iglesia Católica fue oficialmente separada del Estado, pero conservó una fuerte influencia política y social. En otras sociedades, como Brasil y Cuba, fue común la aceptación proveniente de la propia jerarquía de formas “sincréticas”, que combinaban prácticas católicas con valores y creencias de origen precolonial (por ejemplo, todos los cultos africanos introducidos con la importación de esclavos).
En toda la región en general, la Iglesia Católica fue elevando imperceptiblemente su “apuesta”: si en los años 40 sus objetivos se limitaban a asegurar la obligatoriedad de la enseñanza religiosa y a reprimir la marea divorcista, a fines de la década de 1970 la dinámica política la había presionado a solidarizarse con los pobres y los procesos de cambio (Brasil, Colombia y América Central, entre otras áreas) o, por otro lado, con regímenes que se erigían sobre la masiva violación de los derechos humanos (la Argentina).
Las décadas de 1950 y 1960 trajeron nuevos desafíos, en algunos casos asociados a la relación con partidos de inspiración marxista y al renovado dinamismo de los protestantes, especialmente los pentecostales. Fue el período del surgimiento de los Partidos Demócratas Cristianos, influenciados por el pensamiento de Jacques Maritain, que lograron una gran importancia en Chile y en El Salvador, entre otros países. En el caso chileno, no fue un agrupamiento confesional ni directamente vinculado a la jerarquía eclesiástica, sino una organización la que intentó incrementar su electorado más allá de las fronteras de los católicos, al aceptar –relativamente– el pluralismo de la sociedad, con un programa basado en reformas para el crecimiento industrial, en la reforma agraria y en el aumento del presupuesto dedicado a políticas sociales.
A fines de los años 50, el impacto de la Revolución Cubana instaló un nuevo desafío para las iglesias institucionales, dado que se instauró un proceso de renovación que sería un punto de inflexión en su trayectoria. Cuba no era ajena a la tradición del resto del Caribe: primero, sufrió la influencia de la colonización católica española y, posteriormente, recibió los cultos provenientes de la importación de esclavos africanos. La religiosidad local se encontraba marcada por la existencia de católicos, protestantes y afrocubanos, con una presencia significativa del espiritismo. La Iglesia Católica desarrolló su acción en estrecha relación con las elites y solamente adquirió legitimidad popular después del Concilio Vaticano II (1962-1965). En la época de la revolución, a partir de 1960, se empeñó en ejercer una práctica política para desestabilizar el proyecto revolucionario. Ello marcó la acción eclesiástica que alternó momentos de distancia, reencuentro y diálogos con el régimen.
Nuevas definiciones
En la década de 1960, importantes segmentos del catolicismo vivieron un profundo proceso de politización. En Brasil se produjo la radicalización de todos los sectores, especialmente del grupo liderado por el obispo Dom Hélder Câmara. Se dio curso al proceso de concientización de las clases populares, estrechamente vinculado al Movimiento de Educación de Base, que se centraba en el concepto de “concientización” desarrollado por Paulo Freire en su libro Pedagogia do oprimido. La acción política se definía por la asunción de una mayor responsabilidad con respecto a su propio destino, libre de la manipulación de los modelos tradicionales. El golpe militar de 1964 puso fin a esas actividades. En un principio cierta parte de la jerarquía apoyó el golpe, pero a pesar de ello, y de la persecución, esos grupos continuaron trabajando.
Esa acción estaba estrechamente vinculada al proceso de renovación del Concilio Vaticano II, con la manifiesta intención de adecuar la Iglesia a los desafíos de la modernidad, entre ellos el desarrollo industrial y la urbanización. El Concilio decidió internamente impulsar cierta descentralización en la toma de decisiones y conferir mayor responsabilidad a los arzobispos, clérigos y laicos. Fue el respaldo para el ecumenismo, que significaba el reconocimiento de una sociedad pluralista y la legitimidad del secularismo y de las ideologías de izquierda. Se propuso, entonces, una intención inicial de diálogo “marxista-cristiano”.
De allí surgió la Teología de la Liberación, la “opción por los pobres” que modeló la constitución de las Comunidades Eclesiales de Base (CEB), las cuales se multiplicaron por todo el continente, especialmente en Brasil y en América Central. La producción teórica de Perú, país clave en su formulación y difusión, fue de gran importancia. La publicación de Teología de la liberación, del jesuita peruano Gustavo Gutiérrez, marcó un punto de inflexión en la cultura católica latinoamericana. Los pobres, en esa perspectiva, lejos de ser sujetos pasivos de los designios de Dios, serían los actores principales de su liberación. La teología peruana defendía, en una fuerte crítica a la teoría de la modernización, que sólo un cambio profundo y radical, por medio de una revolución social, permitiría el pasaje a una sociedad socialista, donde los pobres conquistarían su verdadera dignidad.
En Brasil, la Teología de la Liberación fue un elemento importante en la organización del Partido de los Trabajadores (PT), y en Nicaragua y en El Salvador apoyó a los movimientos revolucionarios. En la Argentina, por el contrario, esa teología contestataria no tuvo gran desarrollo, pero dio forma al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo y al de los “curas villeros”, que fueron exterminados en el período de la dictadura militar sin que la jerarquía iniciara ningún tipo de acción de cuidado o defensa. Durante esos años, en Chile se formaron los grupos de Católicos por el Socialismo.
Una experiencia particular fue el caso de Nicaragua. En una Iglesia Católica conservadora hasta fines de los años 60, se produjo una radicalización no solamente en las expresiones de base, sino también en la propia jerarquía. Las CEB se expandieron por buena parte del territorio y muchos grupos se integraron al Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). Se produjo, entonces, una estrecha relación religiosa y política. Por un lado, los cristianos fueron participantes activos de la caída final de Anastasio Somoza y, por otro, la jerarquía, en la figura del monseñor Obando y Bravo, arzobispo de Managua, rechazó la violencia general que incendiaba al país. Los sectores más radicales se unían a la lucha revolucionaria, de la cual también participaron grupos protestantes. El viaje del papa Juan Pablo II, en 1983, representó un punto de inflexión. No sólo apoyó a los obispos más conservadores sino que también solicitó el retiro de los hermanos Cardenal y de Miguel d’Escoto de la gestión del gobierno, quienes, al negarse, fueron suspendidos o expulsados de sus órdenes religiosas (Löwy, 1999).
El Salvador recorrió un camino semejante al de Nicaragua. Después de la conferencia eclesiástica latinoamericana realizada en Medellín (Colombia) en 1968, las CEB comenzaron a multiplicarse por el territorio salvadoreño. A partir de ahí se manifestaron profundas divisiones en la jerarquía eclesiástica: desde monseñor Oscar Arnulfo Romero, en apoyo al movimiento popular, hasta un grupo de obispos conservadores que mantenían relaciones estrechas con las Fuerzas Armadas. Figura emblemática de los sacerdotes comprometidos en la “opción por los pobres”, monseñor Romero fue brutalmente asesinado en 1980 por un escuadrón de la muerte. La violencia desencadenada en el país llevó a la formación del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), en el cual confluyeron sectores marxistas-cristianos radicales.
En la era de las dictaduras militares –básicamente la década de 1970–, la jerarquía católica argentina apoyó el golpe militar y la acción del nuevo gobierno, mientras en Chile se constituyó la Vicaría de la Solidaridad, en la cual se daba curso a las demandas de los perseguidos. En Brasil se organizó, por un lado, la protesta contra las injusticias y por los derechos humanos mediante la presión de clérigos y grupos laicos. Algunos líderes como Hélder Câmara y Paulo Evaristo Arns, perseguidos por el régimen militar, desempeñaron un papel relevante. Por otro lado, surgieron fuertes presiones por parte de la comunidad eclesiástica internacional, dado que la Iglesia se transformó en un espacio articulador de la protesta social.
Ese proceso “progresista” de la Iglesia Católica brasileña se encontraba en contradicción con el proyecto neoconservador articulado por el papado de Juan Pablo II en un nivel global. En el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), organización creada en 1955, la correlación de fuerzas era cada vez menos favorable para los teólogos de la liberación. En 1979, en la Tercera Conferencia del CELAM, realizada en Puebla (México), se gestó el proceso de “reconversión” católica de América Latina, denominado “Teología de la cultura”.
El cardenal arzobispo Alfonso López Trujillo, de Medellín, apoyado por la jerarquía argentina, lideró la reunión y el programa. La evangelización era el núcleo de desarrollo de una teología alternativa a la de la liberación, debido a la peligrosa politización de la fe que ésta implicaba. El mayor peligro y desafío de la evangelización lo constituyeron nuevamente las iglesias protestantes.
De la diversidad a los fundamentalismos
Las transiciones democráticas de los años 80 encontraron a las iglesias católicas en posiciones diferentes: perfil bajo en Uruguay, como parte de una historia de secularismo durante todo el siglo XX; perfil bajo en Chile; y en Brasil, inserción en el PT y activismo político. En el caso argentino, con la apertura democrática iniciada en 1983, se produjo un retroceso objetivo de las posiciones conquistadas por la Iglesia en el seno del Estado. En 1981, la Conferencia Episcopal Argentina produjo un documento intitulado Iglesia y comunidad nacional, en el cual se sugería una redefinición de las actitudes de la jerarquía con relación al Estado y la sociedad en su conjunto. Para ello, era necesario asegurar la penetración de la Iglesia en las estructuras políticas y sociales, lo que implicaba la aceptación de la democracia, de los derechos humanos y de una cierta redistribución de la riqueza con equidad. Aun así, para muchos líderes eclesiásticos, el desvío de 1983 fue más una táctica de prudencia que una profunda convicción, pues mientras, por un lado, apoyaban tímidamente a la democracia, por otro denunciaban que algunos de los problemas sociales existentes se habían acentuado notoriamente con ella. Tal era el caso de la crisis familiar, de la dependencia de las drogas, del sida y de la pornografía, que fueron directamente asociados al efecto corrosivo de los valores mundanos y liberales.
En Brasil se retomó el discurso de la Teología de la Liberación y tuvo lugar una importante apertura al campo de la cultura, que incluía la problemática de la etnicidad, la subjetividad, el cuerpo, las cuestiones de género y el aporte que las religiones afroindígenas habían realizado en su interrelación con el catolicismo y el protestantismo.
En la década de 1990, la región se caracterizó por la implementación de modelos neoliberales en los campos político y económico. Los postulados del Consenso de Washington se aceptaron con mayor o menor resistencia. En ese marco, el panorama religioso puede ser caracterizado como una convergencia de diversos actores, incluso dentro de una misma institución.
De acuerdo con varios autores, sería posible establecer tres categorías de católicos:
- a) Católicos tradicionales: representaban grupos hegemónicos en la región desde la época de la colonización. Estaban constituidos por una estructura vertical, jerárquica, que respondía a las directivas de Roma con sacramentos, rituales y doctrina.
- b) Partidarios de la Teología de la Liberación: aparecieron en escena a partir del Concilio Vaticano II, definían su acción en la “opción por los pobres” y realizaron una nueva interpretación o teología que se concentraba en la defensa de los desposeídos y de las estrategias de intervenciones sociales para lograr superar la situación de injusticia. Esto se expresó en la constitución de las CEB, que se instalaron tanto en los barrios periféricos como en los poblados rurales.
- c) C arismáticos: se constituyeron de manera semejante a los pentecostales, que utilizan los testimonios en el proceso de “conversión”. Entre otras actividades que realizan se encuentran el estudio de la Biblia y una mayor participación mediante la oración y los cantos de exaltación.
Asimismo, sería posible identificar tres categorías de protestantes:
- a) Históricos (incluyen a los presbiterianos, menonitas, episcopales, metodistas y luteranos): algunos de estos grupos llevan más de cien años presentes en América Latina. Muestran, en general, una actitud ecuménica y trabajan en relación con los católicos progresistas (Löwy, 1998).
- b) Neopentecostales: se desarrollaron, principalmente, entre la clase media y la clase media alta profesional en las regiones urbanas. Creen que la manera de ser buenos cristianos se manifiesta a través de la acumulación de bienes materiales, y por eso tienen una presencia muy fuerte en los medios masivos de comunicación. Sus líderes reciben entrenamiento en los Estados Unidos y asumen, la mayoría de las veces, posiciones políticas conservadoras.
- c) Pentecostales : constituidos mayoritariamente por mujeres de sectores populares, componen el grupo más importante de los evangélicos, en crecimiento acelerado. Su teología se basa en una relación personal con Dios más que en una interpretación doctrinaria, y se expresan, entre otras formas, a través de los testimonios.
De ese modo se fue constituyendo un “mercado religioso desregulado”, en el que coexistieron diversas maneras de aproximación a la fe: desde grupos en conexión con los sectores de religiosidad popular hasta asociaciones que denunciaban la corrupción. En resumen, se trataba de una especie de “cuenta propia” religiosa dentro de organizaciones pertenecientes a las iglesias institucionales, y de gran influencia dentro de ellas.
Otro fenómeno de los años 90 fue el surgimiento en varios países de América Latina (Nicaragua, Venezuela, Brasil, Guatemala, entre otros) de experiencias exitosas de partidos políticos de inspiración evangélica (especialmente bautistas y pentecostales). La utilización de los medios masivos de comunicación permitió, entre otras cosas, la inserción de esos grupos en la política. En el caso brasileño tuvieron una presencia relevante hasta 1986. En la elección para la Constituyente se produjo una ruptura significativa en términos de números de diputados y en diversidad de iglesias y nuevas formas de acción. En Perú tuvo lugar un fenómeno semejante en 1990, cuando llegaron al parlamento 19 evangélicos; y en Guatemala, en 1991, con la elección del presidente Jorge Serrano, que fue el primer protestante practicante en alcanzar la presidencia de un país latinoamericano por voto popular. Esas experiencias iniciales se expandieron por el resto de la región. Ese “retorno de Dios”, como lo denomina Kepel (1994), se produce especialmente en las sociedades de mercado que dejan en evidencia la imposibilidad de resolver el problema de la pobreza y el desempleo. Todavía no está claro qué curso marcará esa intervención política pero, a pesar de las adversidades, la relación con el Estado y la política continúa siendo liderada por las estructuras jerárquicas de las iglesias tradicionales.
En ese contexto, las iglesias institucionales se transformaron en muchos casos en la voz de los sin voz, al establecer estrategias de reacción y supervivencia frente al impacto de la crisis, de la implementación de modelos neoliberales y de la carencia de respuesta de los Estados en tanto articuladores de la demanda social. En el caso particular de la Iglesia Católica se presentan dos formas contradictorias: por un lado, una estrategia ofensiva y defensiva de las condiciones de los más desposeídos frente al tema de la deuda externa y de la pobreza; al mismo tiempo, una estrategia fundamentalista y conservadora sobre los derechos individuales tales como los derechos sexuales y reproductivos y el derecho al aborto. Esa “doble estrategia” se reveló en los años 90 en la mayoría de los países de América Latina.
El desvío del eje hacia los sectores pobres se encuentra relacionado con dos cuestiones principales. La primera es que los obispos y sacerdotes percibieron en sus propias diócesis la degradación social resultante de la pobreza. La segunda es que la enorme “oferta religiosa” tuvo como consecuencia la atracción de los sectores populares por otras propuestas que, aunque no respondieran a todos sus problemas, ofrecían por lo menos una disminución de sus padecimientos.
Como ocurrió a comienzos del siglo XX, la denuncia de las políticas neoliberales tuvo como blanco el “individualismo extremo” que traía consigo la ruptura de los lazos familiares al fomentar el trabajo de la mujer fuera de casa, hiriendo así los valores tradicionales de la sexualidad y del matrimonio, y provocando delincuencia juvenil, dependencia de drogas y violencia. Las estrategias de cercenamiento de los derechos sexuales y reproductivos –principalmente de las mujeres– se manifestaron en innumerables acciones, entre ellas la que encabeza, desde 1995, el presidente de la Conferencia Episcopal brasileña, monseñor Lucas Moreira Neves, que tiene como objetivo “restaurar” la moral sexual, específicamente a través de la lucha contra la anticoncepción, el aborto y el divorcio.
En el caso argentino, la concesión del gobierno justicialista del presidente Carlos Menem y la gestión de Fernando de la Rúa, del Partido Radical, respecto del aborto y de los derechos sexuales y reproductivos, más que una convicción propia, respondía a la necesidad de calmar los ánimos y callar las reivindicaciones relacionadas con el problema de la pobreza. El objetivo no se logró, aunque el gobierno llegó a nombrar a un asesor para velar por el “derecho de aquellos que están por nacer”.
Sin embargo, los actuales movimientos evangélicos latinoamericanos se relacionan principalmente con una expansión de la religión popular en el marco de la crisis económica, política y social más que con el establecimiento de una continuidad de la cultura política movilizada por el protestantismo liberal del siglo pasado. En ese sentido, en el pentecostalismo, por ejemplo, actuó un proceso de retorno al tradicionalismo, al recrear los valores clásicos de la cultura religiosa.
En América Latina, la Iglesia Católica y los grupos protestantes desarrollaron una notable estrategia para ocupar los “espacios vacíos” en las comunidades urbanas, debido a la profunda crisis de participación en organizaciones políticas y a la pérdida de confianza en el sistema de representación.
En la actualidad, en la mayoría de los países de la región, las diversas manifestaciones de la Iglesia Católica, así como las de los grupos pentecostales y neopentecostales, conservan una enorme influencia en las áreas en que prevalece un importante sentido religioso popular.
La renovación carismática intentó tomar las estructuras de la Iglesia Católica (parroquias, iglesias) para propagar allí sus acciones de persuasión y reclutamiento tradicionales. Propuso un tipo de vivencia religiosa centrada en los carismas del Espíritu Santo, como el don de lenguas y de la sanación. En reuniones semanales, sugerían un retorno a lo personal y a lo íntimo a través de la oración. Se trataba de un movimiento de reacción conservadora en el interior de la propia Iglesia que, por un lado, desafiaba el tipo de religiosidad de las CEB, preocupadas por una acción social a favor de una sociedad más justa, que debía ser transformada por la militancia católica; y, por otro lado, surgía como una reacción fuera de los límites del catolicismo, que competía por la misma “clientela” con el evangelismo pentecostal, pero conservaba una fuerte identidad católica, como el culto a María, la fidelidad al Papa y el cumplimiento de los sacramentos.
Una comparación entre carismáticos y pentecostales pone de manifiesto puntos de semejanza y de diferencia. Entre los primeros se puede mencionar la búsqueda de la santificación, el ideal de igualdad espiritual entre hombres y mujeres, la idea de responsabilidad individual para la salvación de uno mismo y de la familia, el misticismo, el emocionalismo, el hablar lenguas, la sanación y la valorización de la Biblia. Ambos grupos se preocupan por las normas morales de conducta. Condenan, por ejemplo, las prácticas sexuales fuera del matrimonio y las prácticas homosexuales, pero con algunas diferencias: los pentecostales consideran que el desviado fue llevado por el demonio, entonces le restan culpa y son más tolerantes, mientras los carismáticos –para quienes el desvío es una muestra de falta de valores religiosos o una sujeción a valores seculares– se muestran más propensos a efectuar juicios morales.
Los carismáticos proponen vincular sexualidad con reproducción y, en esa línea, no están de acuerdo con el uso de anticonceptivos (excepto los “métodos naturales”) y combaten el uso de preservativos (y, por lo tanto, las campañas de prevención del sida). Los dos grupos condenan el aborto y la pornografía y rescatan el valor moral de la castidad. Entre los pentecostales son muy reconocidas sus acciones y sus sermones contra el alcoholismo y el consumo de drogas, preocupación que les ha permitido reclutar una enorme cantidad de seguidores en los sectores populares.
Esas estrategias de los grupos institucionales religiosos más reconocidos se difundieron de forma similar en casi todos los países de la región.
El proceso de globalización expandido en los últimos años del siglo XX atravesó también a las instituciones religiosas. En el caso de la Iglesia Católica, directivas precisas de Roma colocaron la cuestión de la pobreza, de la deuda externa, el desempleo, la indignidad humana, los límites del modelo neoliberal en el marco internacional, y la cuestión ecológica, los temas de derechos humanos, las políticas de población y el papel de la mujer en escenarios como el de las Naciones Unidas.
Los protestantes, a su vez, con sus diferentes grupos, conquistaron una presencia importante en América Latina, vinculados a organizaciones cuya “matriz” provenía básicamente de los Estados Unidos. Son ejemplos la Asamblea de Dios, Testigos de Jehová y otros grupos que tuvieron una gran penetración en Brasil y América Central.
En el caso cubano, los diálogos de la jerarquía católica con el régimen político estuvieron cruzados por los vaivenes del proceso revolucionario, por un lado, y por las estrategias de la Iglesia, por otro. El primer documento eclesial que acepta una cierta coincidencia con los objetivos revolucionarios en el campo de la promoción social data de 1986. Sin embargo, en 1993, los obispos cubanos hicieron público el documento El amor todo lo espera, que, después de la caída del Muro de Berlín y frente a la crisis cubana, denunció las condiciones de deterioro de la población, poniendo el acento en la crisis económica, el “deterioro del clima moral”, “el carácter omnipresente de la ideología oficial” y, principalmente, “la discriminación por ideas filosóficas, políticas o de credo religioso”. La visita del Papa a Cuba en 1998 como parte de su evangelización itinerante en un mundo globalizado mostró un punto de conciliación entre el régimen y las estructuras eclesiales. Mientras tanto, los grupos protestantes “hicieron notar una proyección más sistemáticamente organizada para afianzar el entendimiento con el Estado y el Partido en un contexto de inserción social comprometida” (Alonso, 1997).
La muerte de Juan Pablo II en abril de 2005 abrió un nuevo cuestionamiento, no sólo para la Iglesia Católica, sino para el futuro del ecumenismo. La designación de Benedicto XVI, ex cardenal Joseph Ratzinger, encargado de la Congregación para la Doctrina de la Fe, no albergó una expectativa renovadora para el catolicismo, pero sí la continuidad y la profundización de una estrategia conservadora centrada en el rescate de la moral cristiana frente al peligro del relativismo. El rol de reformista de la Iglesia está en manos del papa Francisco, electo en marzo de 2013, después de la renuncia de Bento XVI, qien viene asumiendo posiciones progresistas.
Sincretismo y diversidad
América Latina y el Caribe presentan una larga tradición de creencias populares, muchas de ellas con un cierto grado de institucionalización.
En el caso del Caribe, la religiosidad es fundamentalmente sincrética, pues expresa una riqueza de matices multicolores. Desde la época de la conquista hubo una interacción de la religión católica –como varios siglos después de las protestantes– con los rituales de los pueblos nativos y con los cultos afro. Los afrocaribeños se apropiaron de santos católicos, así como los mayas de Guatemala lo hicieron con la fiesta de Santiago y los guaraníes de Paraguay con el culto de los reyes, pero en ese proceso los católicos también se apropiaron de santos y fiestas de la religiosidad popular como la de San Juan.
En esa intrincada trama de ritos, ceremonias, dioses y demonios se fueron moldeando algunos grupos, con una larga tradición de relación con los católicos y los protestantes. El sincretismo expresó el modo posible de la convivencia sin la capitulación a la hegemonía de la religión católica. Entre ellos se pueden destacar los rastafaris jamaiquinos; el vudú de Haití; el candomblé , la macumba, los terreiros [sitio donde se practica el candomblé] y el umbanda de Brasil; la santería, la regla palo o brujería y el abakuá de Cuba; los shangós de Trinidad y Tobago, y muchos otros.
Un elemento cultural que denota esa enorme diversidad es la música. En el caso de los africanos, por ejemplo, sus orixás fueron travestidos con las vestimentas de la Virgen y de los santos católicos. Era el modo de poder seguir con sus creencias y rituales y comenzar a hacer sonar los tambores que estaban prohibidos por el colonizador. De forma parecida se constituyeron el vudú haitiano y el candomblé brasileño. Los cultos santeros encontraron en las letras de la salsa un espacio de expansión en la región del Caribe. La música, expresión cultural ancestral, es un reflejo de la vida cotidiana, la religiosidad, la creencia en el “más allá” arraigada en la cultura popular de los pueblos antillanos.
Una de las características de la época fue el proceso de hibridación de nuevas identidades que provocó la reestructuración del campo religioso. El impacto del neopentecostalismo en la cultura brasileña llevó a una reformulación y a nuevos diálogos entre la Iglesia Católica, los cultos afrobrasileños y la religiosidad indígena. Con mayor o menor intensidad, ese proceso se dio en varios países de la región, donde parece irrecusable comprender que los procesos de creación de nuevas identidades conducen a una política de tolerancia en la que conviven pluralismo y conflicto.
El espiritismo, de la misma forma que el catolicismo y el protestantismo, tiene dos vertientes: una oficial (“científica”) y otra popular. La primera se basa en las doctrinas filosóficas y experimentales del pensador francés Allan Kardec. Ese movimiento se diseminó en los sectores populares, con la producción de un interesante sincretismo entre las prácticas “científicas” y estrategias de sanación tomadas del catolicismo popular, de los cultos africanos (especialmente la santería) y de la herencia de los pueblos originales. Tiene un papel importante en Brasil, Cuba, República Dominicana, Puerto Rico y en casi todo el Caribe. El espiritismo popular pretende proporcionar respuestas a los conflictos de la vida cotidiana, tales como problemas familiares, enfermedades y padecimientos emocionales. En ese aspecto, es bastante parecido a los pentecostales y a los carismáticos católicos.
La santería es el culto afrocubano que combina elementos del catolicismo español con las religiones africanas. Esos cultos se sincretizaron fuertemente con el catolicismo, con el espiritismo y otras formas de religiosidad popular. Son propios de la región del Caribe. En el caso brasileño, el sincretismo reconoce cuatro fuentes religiosas africanas traídas por los esclavos: las religiones de los pueblos originarios del Amazonas, el catolicismo, el ocultismo y el espiritismo. Ello dio origen a diferentes grupos o religiones: umbanda o macumba (en Río de Janeiro y en São Paulo), quimbanda, candomblé (en Bahía) y batuque (en Rio Grande do Sul). En términos generales, sus prácticas se caracterizan por ritos de sacrificios y ofrendas para agradecer o para pedir. Su doctrina se puede sintetizar en una concepción animista, en la creencia en la reencarnación y en la posesión por parte de espíritus que pueden ser orixás, caboclos [mestizo de indio con blanco] y negros viejos. Se reconocen dos tipos: magia blanca (umbanda) y magia negra (quimbanda). Según algunos especialistas, el umbanda blanco es heredero del “espiritismo científico de Kardec”. Los pais de santo ntrodujeron en él elementos más populares, tales como los caboclos (espíritus de indios y mestizos) y los negros viejos (entidades que, dotadas de gran sabiduría, representan el alma de antiguos esclavos o ex esclavos).
De todos modos, en el umbanda blanco también penetraron cultos de procedencia africana. Así se transformó en el umbanda cruzado que, como la macumba de Río de Janeiro y el batuque de Porto Alegre, desciende de un tronco común: el candomblé de Bahía. Un dato importante a considerar es la proliferación de esos cultos, en los últimos años, en Uruguay, a tal punto que la fiesta de Iemanjá, en los primeros días de febrero, se realiza con gran asistencia de público.
En el caso de la religión de los pueblos originarios, es importante destacar que los indígenas conforman en la actualidad el 8% de la población de la región, con aproximadamente 400 etnias diferentes. Bolivia, Guatemala, Perú y Ecuador son los países con mayor población nativa. La mayor parte de ellos vive en extrema pobreza. La pérdida de sus tierras, la quiebra de sus economías comunitarias, la migración campo-ciudad, el bajo nivel educativo y la peor inserción en el mercado de trabajo forman parte de un violento cuadro de explotación y dolor.
En cuanto a su religiosidad, desde la conquista hasta la actualidad, sufrieron un proceso de adopción o asimilación de expresiones religiosas propias del cristianismo, que permitió el establecimiento de una dinámica de resistencia por lo menos parcial a la integración cultural, gracias al sincretismo. En general, los pueblos originarios conviven en su cotidianidad con los espíritus de los muertos, seres míticos y deidades. La comunicación entre la comunidad y los espíritus se realiza a través de un “intermediario” (médium, sacerdote, chamán, etc.), que sale de su cuerpo durante el trance para poder dialogar con esas entidades. La apelación a los espíritus se relaciona con el pedido de ayuda para solucionar problemas. El rito es acompañado por una escenografía con hierbas, humo, animales, instrumentos musicales y cantos.
El sincretismo trajo la posibilidad de ser un auténtico maya, quechua, aimara, guaraní, etc., y, al mismo tiempo, cristiano. Las iglesias de países con alto porcentaje de población nativa, tales como Guatemala, Ecuador, Perú y Bolivia, presentan elevadas concentraciones de indígenas evangélicos. Asimismo, en algunos casos, los nativos representan la mayoría de los evangélicos del país y forman las iglesias más pujantes.
De ese modo, la cultura autóctona se integró a las religiones cristianas y, al mismo tiempo, resiste a la pérdida de su visión del mundo y religiosidad.
Conclusiones
Los temas desarrollados en el transcurso de este texto ponen de manifiesto la multiplicidad y la diversidad de expresiones religiosas que actualmente habitan la enorme geografía de América Latina y del Caribe.
Del mismo modo, se trató de mostrar la importancia que aún hoy tienen la Iglesia Católica, por un lado (con toda la diversidad de expresiones), y los movimientos protestantes, por otro (con las diferentes manifestaciones que adoptan), en el proceso de “recristianización” de la región.
Se entiende que, en función de la relación Iglesia-Estado, el peso hegemónico en la región continúa en la Iglesia Católica. Sin embargo, la aparición de varios líderes políticos en diferentes países de América Latina que se definen como pentecostales o neopentecostales demuestra el posible comienzo de un quiebre de tal hegemonía.
Esa configuración entre catolicismo, protestantismo, rescate de tradiciones populares africanas e indígenas compone un panorama, a comienzos del siglo XXI, de una riqueza inconmensurable. Ese colorido y diversificado mosaico pone en evidencia algunos aspectos que se sintetizan a continuación.
- Las teorías de la secularización, que entendieron el progreso como concomitante a la pérdida de religiosidad, no tuvieron éxito en América Latina y el Caribe. Tampoco se produjo una efectiva separación Iglesia-Estado. El desarrollo del laicismo es una condición de posibilidad, aunque no suficiente, para la convivencia en una sociedad plural, basada en la tolerancia y el respeto a la diferencia, con la aceptación de la multiplicidad de creencias e identidades religiosas expresadas en la sociedad civil.
- Los movimientos protestantes, en sus diversas manifestaciones, ganaron espacio político, religioso y económico en la región, delineando un cuestionamiento acerca de la construcción de nuevas hegemonías en el campo religioso.
- La religiosidad popular, silenciada y oprimida, logró prevalecer en formas puras o sincréticas en toda la región.
- La relación de la religiosidad con expresiones artísticas diversas (música, pintura, literatura) muestra la riqueza y el aporte cultural de la región.
- Las expresiones diversas y la actitud “nómada e itinerante” de las identidades religiosas se fortalecieron frente a un fin de siglo caracterizado por el incremento de la pobreza, la desolación, el desempleo y el retroceso de proyectos colectivos que dieron un sentido a la vida.
En ese panorama parece inminente, como se mencionó al comienzo, considerar las diversas alternativas religiosas como indicadores confiables de las diferentes expresiones de la cultura popular, así como de los modos de inserción que algunas de ellas han adoptado para definir y participar de las gestiones políticas de la región.
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Conteúdo atualizado em 08/07/2017 18:13