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Bolivia

Por Álvaro García Linera

Nombre oficial Estado Plurinacional de Bolivia
Localización Región central
de América del Sur,
al sudoeste de Brasil
Estado y gobierno¹ República presidencialista
Idiomas Español, quechua y aimara (oficiales), lenguas extranjeras, guaraní, otras lenguas nativas. La constitución de 2009 estableció al español y todas las 36 lenguas indígenas como oficiales, incluso algunas extintas
Moneda Boliviano
Capital¹ La Paz (1,8 millones de hab. en 2014) 
Superficie¹ 1.098.580 km2
Población² 10,1 millones hab. (2010)
Densidad demográfica² 9 hab./km² (2010)
Distribución de la población³ Urbana (64,43%) y 
rural (33,57%) (2010)
Analfabetismo4 7,8% (2011)
Composición étnica¹ Mestizos de blancos y amerindios (68%), indígenas (20%), blancos (5%), cholo (mestizo de blanco e indígenas, 2%), negros (1%), otros (1%), sin especificar (3%). De los encuestados 44% manifestaron sentirse parte de algún grupo indígena, predominantemente quechua o aimara (2009)
Religiones¹ Católica romana (76,8%), evangélica y pentecostal (8,1%), protestante (7,9%), otras (1,7%), 
ninguna (5,5%) (2012)
PBI (a precios constantes de 2010)⁴ US$ 23.210 millones (2013)
PBI per cápita (a precios constantes de 2010)⁴ US$ 2.221,2 (2013)
Deuda externa⁴ US$ 7.800 millones (2013)
IDH5 0,687 (2013)
IDH en el mundo y en AL⁵ 113.° e 25.°
Elecciones¹ Presidente y vicepresidente electos por voto directo para un mandato de 5 años, con derecho a una reelección. Senado compuesto por 36 parlamentarios, electos directa y proporcionalmente en distritos electorales plurinominales; y la Cámara de Diputados con 130 miembros, 70 electos directamente por mayoría simple en distritos uninominales, 53 indirectamente de forma proporcional en distritos uninominales y 7 electos directamente –repartidos en áreas no contiguas, áreas rurales en 7 de 9 estados– por mayoría simple en distritos uninominales. Senadores y diputados ejercen mandatos de 5 años.
Fuentes:
¹ CIA: World Factbook
² ONU: World Population Prospects: The 2012 Revision Database
³ ONU: World Urbanization Prospects, the 2014 Revision
⁴  CEPALSTAT
⁵  ONU/PNUD: Human Development Report, 2014

Emir Sader (texto de actualización de la entrada, 2006-2015)

La República de Bolivia nació en 1825 como resultado de una conjunción del éxito militar de los Ejércitos Libertadores que venían desde Colombia conducidos por Simón Bolívar y José Antonio de Sucre y la sublevación de decenas de guerrillas locales que durante quince años debilitaron la presencia militar española en la región.

La base territorial del nuevo Estado fue la antigua jurisdicción colonial de la Audiencia de Charcas, dependiente del Virreinato de Buenos Aires desde 1776, y parte de los circuitos comerciales vinculados en torno a la minería de la plata del cerro de Potosí.

Enclavada en el centro del continente, la nueva República fue aceptada por los nuevos estados latinoamericanos como un territorio entre la Argentina, visto como una potencia hostil por el Libertador Bolívar, y Perú, al que el mismo Libertador consideraba una competencia demasiado riesgosa para la Gran Colombia en caso de que anexase Charcas. Concebida geopolíticamente como un Estado “colchón” entre dos potencias, las elites locales, propietarias de haciendas, letrados y funcionarios del antiguo sistema colonial, asumieron la iniciativa de construir la nueva República, lo que permitió conservar la mayor parte de las jerarquías sociales coloniales.

Un elemento decisivo para entender las características de la posterior institucionalidad republicana radica en que los sectores populares quedaron al margen de su formación. En el caso de los pueblos indígenas, que constituían el 90% de la población total, sus elites políticas habían sido destruidas tras el intento de emancipación y formación de una república indígena aimara dirigida por el caudillo Tupac Katari en 1781, mientras que en otros sectores populares de pequeños propietarios que habían participado en las guerras de guerrillas contra los españoles, de sus más de cien líderes regionales, sólo tres quedaron con vida para participar en el momento fundacional del Estado.

La nueva elite republicana rápidamente dejó de lado su fidelidad a la burocracia colonial para abrazar los ideales liberales y modernistas del resto de las repúblicas.

Entre 1825 y 1880, la política boliviana estuvo dominada por la presencia intempestiva de caudillos militares que, con golpes de Estado se hicieron cargo del gobierno. Si bien desde la década de 1830 se realizaron esporádicamente elecciones para congresistas, presidentes y asambleas constituyentes, los pocos gobiernos civiles vieron interrumpidos sus mandatos por reiterados cuartelazos militares.

Se puede hablar de un largo ciclo político caracterizado por las facciones militares que hicieron del Ejército la principal institución de acceso y garantía del poder político. Las elecciones entre facciones civiles o caudillos militares (diferenciados por su simpatía hacia políticas liberales o proteccionistas) fueron un componente aleatorio en la conformación de una tenue legitimidad gubernamental, considerando que la hegemonía fue imposible ya que los indios carecieron de derechos de ciudadanía desde el mismo momento de la formación de la República en 1825.

Si bien el tema de los derechos políticos de los indígenas fue discutido, hasta 1952 no habían podido votar por autoridades ni ser elegidos en funciones públicas debido a la vigencia de un sistema “censitario” que excluía de esos derechos a quienes no sabían leer ni escribir, a quienes no tenían un ingreso monetario considerable y estaban bajo relación de servidumbre, es decir, los indios.

Pese a este apartheid político, el Estado republicano, al igual que el Estado colonial, pactó con las autoridades indígenas un conjunto de tolerancias mutuas con respecto a los niveles de los tributos que los indios debían pagar a cambio del reconocimiento de la propiedad de tierras de comunidad. En ocasiones, la fuerza de masa movilizable de los indios y de los artesanos urbanos fue utilizada por los caudillos para inclinar militarmente la balanza a favor de una u otra facción.

Con el tiempo, esto permitió la formación de autoridades indígenas de carácter regional que paulatinamente fueron el soporte organizativo de una segunda gran rebelión indígena que bajo la conducción de un líder aimara, el Willka Zárate, construyó un ejército y un gobierno autónomo indígena que proclamó la “liberación de los pueblos aborígenes” en 1899. Esta sublevación, surgida en momentos de una guerra civil entre elites políticas por el traslado de la sede de gobierno ubicada en el sur (Chuquisaca) a la ciudad de La Paz, fue derrotada rápidamente y dio lugar a un ciclo de fragmentación local del movimiento político indígena.

Previo a estos acontecimientos, dos procesos políticos fueron importantes. El primero fue la pérdida territorial del Estado ya sea por la guerra con Chile (1879-1882) o por tratados con Brasil. Contabilizando las cesiones ocasionadas por la Guerra del Acre con Brasil (1902-1903), la Guerra del Chaco con Paraguay (1932-1935), Bolivia perdió más de la tercera parte de su territorio, lo que influyó no sólo económicamente en el destino del país, sino en la propia formación de una conciencia colectiva de mutilación y derrota histórica.

El segundo acontecimiento fue la consolidación, a partir de la Convención Nacional de 1880, de un sistema partidario regular que dio lugar a lo que se llamó el período de la democracia censitaria que duró hasta comienzos de la Guerra del Chaco, en 1932.

Fase del bipartidismo

A partir de la Convención, las oligarquías civiles empresariales dieron lugar a un sistema de partidos relativamente estable compuesto por dos grandes vertientes –liberales y conservadores– que asumieron la conducción del Estado con mayor protagonismo.

Compartiendo el ideal de una modernización económica y política del país –pero sin los indios como sujetos políticos–, conservadores y liberales implementaron una serie de reformas institucionales como el bicameralismo parlamentario, la elección de los miembros de la Corte Suprema de Justicia, la garantía de los derechos individuales, la descentralización administrativa, la práctica de las coaliciones parlamentarias, etc., y dieron comienzo a un ciclo político de acceso al gobierno y legitimación gubernamental a través de elecciones.

Si bien se trató de un proyecto de modernización política a cargo de una elite letrada al servicio de los nuevos empresarios mineros, se mantuvo la creencia en la inferioridad racial de los indios que los imposibilitaba a acceder a cualquier tipo de ciudadanía, con lo cual quedaban, simplemente, sujetos a un tipo de tutelaje de contención a cargo del segmento social considerado “blanco”. Incluso los sectores “mestizos”, en realidad, urbano-populares vinculados al trabajo artesanal, fueron considerados como factores de disolución social, susceptibles de acceder algún día a la ciudadanía a través de un largo proceso de educación y regeneración cultural. De esta manera, la división de clases sociales (trabajadores rurales, artesanos, obreros, profesionales, hacendados y empresarios) y los derechos políticos, tomaban en Bolivia la forma de divisiones raciales oficiales (indios, mestizos, blancos), que añadían la fuerza del discurso biologicista de las diferencias a la legitimación política de las relaciones de dominación.

Abrazando la moda liberal de la época, la oligarquía asumió las continuas pérdidas territoriales de este país frente a sus vecinos como incómodas mutilaciones de lejanos territorios secundarios susceptibles de financiar indemnizaciones que garantizasen sus más anhelados objetivos: la construcción de ferrocarriles para exportar minerales a los mercados externos. De esta manera, los liberales firmaron el tratado de 1904 por el cual Bolivia renunció a sus territorios y salida al mar sobre el Pacífico, a cambio de una indemnización monetaria y la construcción del ferrocarril Arica-La Paz. Algo similar sucedió con el tratado de Petrópolis de 1903, mediante el cual Bolivia cedió a Brasil la provincia del Acre, en la Amazonía, a cambio de 2,5 millones de libras esterlinas.

Este bipartidismo entre conservadores y liberales, luego denominados republicanos, comenzó a resquebrajarse a mediados de la década de 1920 a raíz de la crisis económica mundial que redujo las opciones exportadoras del país. Esto promovió una creciente resistencia del nuevo proletariado minero que comenzaba a organizarse para impedir que fuera el salario la única variable de absorción de la crisis económica. Paralelamente, la continua presión de los hacendados sobre las tierras de la comunidad y el trabajo servil de los indios llevó a un nuevo ciclo de protestas y sublevaciones locales que desestabilizaron el sistema de gobierno. Masacres obreras, como la de Uncía de 1923, o masacres indígenas, como la de Jesús de Machaca de 1921 o la de Chayanta en 1927, provocaron un malestar social entre las comunidades indígenas, la emergencia del movimiento obrero y artesanal, además de nuevas ideas de reforma social que pusieron en crisis el ciclo político iniciado en 1880.

Si bien la Guerra del Chaco buscó canalizar la tensión social interna, en el fondo provocó una modificación radical del sistema político. Con la muerte de 50.000 personas por motivos e intereses que les eran desconocidos, una conciencia colectiva en contra de las oligarquías mineras dominantes se apoderó del país, tanto en sectores urbanos como rurales. La consigna de “tierras al indio y minas al Estado” comenzó a convertirse en un proyecto de poder movilizador que, con el tiempo, logró desplazar el ideario liberal y darwinista de la oligarquía minera.

Vista de La Paz, capital de Bolivia, con la montaña Illimani al fondo (Mark Goble/Wikimedia Commons)

Giro sociopolítico

Fue éste un momento del despertar de nuevas ideologías que propugnaban la formación de una nueva hegemonía política. Los partidos marxistas –el Partido Obrero Revolucionario (POR) y el Partido de la Izquierda Revolucionaria (PIR)– comenzaron a ejercer su influencia sobre el movimiento obrero, mientras que un nacionalismo de izquierda y populista –el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR)– empezó a gestarse entre segmentos de jóvenes oficiales militares y de intelectuales de las ciudades. Por su parte, los obreros iniciaron un proceso acelerado de sindicalización en las grandes empresas, mientras que en el campo trabajadores rurales y “colonos”, campesinos indios subordinados a la hacienda, emprendieron un largo proceso de movilización promoviendo las “huelgas de brazos caídos”.

Entre 1937 y 1946 se sucedieron varios gobiernos militares nacionalistas que, por medio de decisiones ejecutivas y reformas constitucionales, pusieron fin al liberalismo económico predominante desde 1878 y promovieron la intervención del Estado en la economía, especialmente minera, se abolió la servidumbre y se decretó la sindicalización obligatoria de los obreros.

Si bien, por un lado, la mayor parte de estas medidas no lograron ejecutarse debido a la intervención violenta de las fuerzas conservadoras que retomaron el gobierno hasta abril de 1952, por el otro marcaron un ideario de reformas políticas con creciente apoyo popular que desencadenaron la revolución de 1952. La sublevación, iniciada como un golpe de Estado a cargo del MNR que reclamaba la validación de su victoria en las anuladas elecciones de 1951, se convirtió en una insurrección popular con amplia participación de obreros que derrotaron militarmente al Ejército en tres días de enfrentamiento urbano.

La presencia de un partido con amplia base social, y de los sindicatos con fuerza militar organizada que actuó como brazo izquierdo del partido de gobierno dio comienzo a la etapa de un sistema político democrático corporativista.

El gobierno del MNR, con su líder Víctor Paz Estenssoro como presidente, presionado por los trabajadores insurrectos, nacionalizó las minas de estaño (octubre de 1953), otorgó el derecho de voto a las mujeres y a los indígenas (que pasaron a denominarse desde entonces “campesinos”), decretó una “reforma agraria” mediante la abolición del latifundio en las zonas de fuerte presencia organizada de las comunidades (los valles y el altiplano), y dio lugar a una amplia democratización política y económica del país. Así, la estructura de poder minero-latifundista se derrumbó.

Entre 1952 y 1964, si bien existía oficialmente un sistema multipartidista de competencia electoral, la realidad era que se tenía un sistema unipartidista de izquierda nacionalista que obtenía poco más del 90% de los votos, principalmente de los indios campesinos que votaban por primera vez. Si bien la revolución produjo una ampliación de la ciudadanía política liberal que acrecentó el padrón electoral de 200.000 a 1 millón de personas, no logró avanzar en el reconocimiento de los derechos políticos colectivos de los pueblos indígenas ni mucho menos en una articulación de los extendidos sistemas de autoridad política de las comunidades agrarias, con lo que las reformas se detuvieron en el ámbito de una ampliación liberal de derechos individuales que, con el tiempo, fue cuestionada por una exigencia de ciudadanía de base cultural y lingüística.

En ese entonces, la recientemente creada Central Obrera Boliviana (COB), se convirtió en un actor político con capacidad de nombrar ministros y presionar para implementar políticas públicas.

Moviéndose entre el brazo izquierdo del MNR y la autonomía organizativa de los trabajadores, la COB fue el principal centro de resistencia a las crecientes tendencias conservadoras dentro del partido de gobierno que buscaban adecuarse a las presiones norteamericanas, además de ser una forma organizativa fundamental mediante la cual las clases trabajadoras organizaron sus deliberaciones, extendieron sus derechos e implementaron sus acciones políticas. El nombramiento de ministros obreros y la cogestión de la empresa minera estatal Corporación Minera de Bolivia (Comibol) fueron los momentos más intensos de esta fuerza política de los sindicatos obreros.

Nuevo ciclo militar

Por su parte, los campesinos indios llevaron adelante un proceso de emancipación respecto de la hacienda mediante ocupaciones organizadas de las propiedades por ex colonos y comuneros. Si bien no existían relaciones asalariadas en el trabajo agrario, los campesinos rearticularon sus antiguas formas organizativas locales tradicionales e indígenas con el nombre de “sindicato”, cuyos niveles de conducción general y nacional fueron cooptados por cuadros del MNR. Un golpe de Estado en noviembre de 1964 dio fin a este período de cohabitación entre partido y sindicato, con lo cual comenzó un largo ciclo de gobiernos militares que se prolongó hasta 1982.

El golpe lo encabezó el general René Barrientos Ortuño, vicepresidente de Víctor Paz Estenssoro que para entonces representaba el creciente poderío político del Ejército de la mano del financiamiento y la ayuda militar de la embajada de los Estados Unidos. Usufructuando la misma estructura clientelar sustentada por el MNR, los militares ocuparon funciones de gobierno y lograron movilizar el apoyo de las redes sindicales campesinas en contra de los obreros radicalizados, que rápidamente se opusieron al régimen militar. Fue bajo esta gestión del gobierno militar que se detectó la presencia de una organización guerrillera en el país, y su líder máximo, el Che Guevara, fue asesinado al día siguiente de su detención.

Los distintos gobiernos militares que se sucedieron durante dieciocho años polarizaron el sistema político del país. Por un lado, el Ejército que jugó el papel de articulador de fracciones empresariales vinculadas a la nueva minería y la banca; por otro lado, la COB que desempeñó el papel de centro unificador de lo nacional-popular de raigambre obrera y urbana. En ambos casos, los partidos políticos carecían de importancia, por lo que el sistema político se caracterizó por el autoritarismo militar y un campo político polarizado entre sujetos políticos corporativistas y no partidistas.

Si bien las dictaduras militares dejaron en pie el modelo desarrollista en economía y la subordinación clientelar de las organizaciones campesinas bajo la denominación de “pacto militar-campesino”, se inclinaron por posiciones más conservadoras o progresistas dependiendo de las alianzas internas. Barrientos (1964-1969) favoreció la entrega de recursos estatales al nuevo empresariado minero, redujo los derechos sociales de los trabajadores, reprimió a los sindicatos obreros y se enfrentó a la guerrilla del Che, en tanto que Alfredo Ovando (1969-1970), apoyado en intelectuales civiles, nacionalizó la Gulf Company. Juan José Torres (1970-1971), un general de tendencias izquierdistas nacionalizó otras empresas mineras y ofreció el cogobierno a la COB, mientras que el general Hugo Banzer Suárez (1971-1977) utilizó los recursos públicos y la deuda externa para apoyar al agroempresariado en la región oriental del país.

A finales de los años 70, el modelo de desarrollo autoritario-estatista comenzó a experimentar sus primeras limitaciones. El surgimiento de un movimiento indígena en las zonas aimaras, el uso de la fuerza militar para calmar las demandas mercantiles de los campesinos en los valles (como la “masacre del valle de 1974”), sumados a la reivindicación política del movimiento obrero por el retorno de la democracia, confluyeron en el cambio de política internacional de los Estados Unidos impulsada por la administración Carter que apoyaba la democratización del continente.

Entre 1977 y 1980 hubo tres elecciones generales y cuatro golpes de Estado que marcaron la crisis terminal de las dictaduras militares en el país. Cuatro grandes partidos compitieron en estos intentos democratizadores. Por una parte, un frente de organizaciones de izquierda moderada, la Unidad Democrática y Popular (UDP), compuesta por el ala de izquierda del antiguo MNR, el Partido Comunista Boliviano (PCB), el Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR), nacientes facciones indígenas y el apoyo de la COB. Por otra parte, el antiguo MNR dirigido por el ex presidente Víctor Paz Estenssoro, con posiciones conservadoras. También la Acción Democrática Nacionalista (ADN), que era el partido creado por el ex dictador Banzer para proteger su retirada de las funciones gubernamentales. Por último, el Partido Socialista Uno (PS-1), dirigido por el carismático líder Marcelo Quiroga Santa Cruz, con posiciones de carácter estrictamente socialista.

En las sucesivas elecciones, la coalición de izquierda UDP logró la victoria con poco más de un tercio del electorado, por lo cual dependió del Congreso, con mayoría conservadora, la decisión final, tanto del nombramiento presidencial como de la gobernabilidad.

Vista panorámica de Copacabana, ciudad boliviana a orillas del lago Titicaca (Filipe Fortes/Wikimedia Commons)

 

Ciclo de gobiernos democráticos

 Finalmente, en octubre de 1982, carentes de legitimidad interna y de apoyo externo, los militares abandonaron el gobierno entregando la administración estatal al Congreso legitimado en la última elección de 1980. En medio de movilizaciones sociales, el Congreso con mayoría de derechas eligió al presidente izquierdista Hernán Siles Zuazo, dando inicio a un nuevo ciclo de gobiernos democráticos que se extiende hasta el presente.

El gobierno de la coalición UDP fue una experiencia fallida que dio pie para que partidos restauradores de las antiguas consignas liberales (el “neoliberalismo”) impusieran su hegemonía política durante los siguientes quince años. Con la herencia de la pesada carga de la deuda externa que pasó de US$ 300 millones a 3.000 millones durante la última década de las dictaduras, con una economía minera en decadencia que comenzó la retracción de la economía, sumada a una ineptitud en el manejo del aparato estatal, el gobierno izquierdista condujo a una hiperinflación de 8.700% que culminó con su renuncia y la convocatoria anticipada de elecciones.

Los resultados electorales de 1985 marcaron un giro histórico en el comportamiento político de la sociedad boliviana. Los partidos neoliberales obtuvieron una ventaja absoluta. El partido del ex dictador Banzer obtuvo el 28,5% de la votación, mientras que el MNR logró el 26% que, sumado al 8,8% del MIR y otros pequeños partidos, le permitió asumir el gobierno, dando inicio a una nueva configuración del campo político.

Después de 1985 y hasta 2002, las tres fuerzas neoliberales concentraron en las elecciones dos tercios del electorado. En 1989 el MNR obtuvo el 23%, la ADN el 22,7% y el MIR el 19,6%; este último alcanzó, así, la presidencia en una alianza con el partido del ex dictador. En 1993, el MNR, que llegó al gobierno, obtuvo el 33% del electorado, seguido por la Alianza ADN-MIR con el 20% y por el partido de un empresario, la Unidad Cívica Solidaridad (UCS), con el 13%. Las elecciones nacionales de 1997 tuvieron las mismas características. Los tres partidos obtuvieron en total un 52% de los votos, acompañados por otros partidos conservadores como la UCS, que llegó al 15%.

La imposibilidad de una victoria absoluta de cualquiera de los partidos dio lugar a la realización de pactos de gobernabilidad entre los tres grandes partidos –MNR, ADN y MIR– para aplicar políticas de libre mercado.

Desde 1985, las reformas estructurales de corte neoliberal signadas por el Consenso de Washington se aplicaron de manera estricta en el país. Se abrieron las fronteras, se liberalizó el mercado de trabajo, se redujo el gasto público, se cerraron empresas estatales deficitarias y el resto fueron privatizadas. Paralelamente se inició un conjunto de reformas políticas dirigidas a debilitar la presencia política de los sindicatos. Se despidió a una generación entera de trabajadores, se cerraron las empresas con sindicatos grandes y se decretó la libre contratación, lo que llevó a un acelerado proceso de desindicalización que en el lapso de cinco años redujo drásticamente la capacidad de presión política de la COB. Mediante acuerdos políticos se garantizó la alternabilidad en el gobierno, se procedió a reformar la Constitución, crear un tribunal constitucional compartido entre los partidos mayoritarios y se abrieron las puertas a una descentralización administrativa de tipo municipal que desconcentró en elites locales la canalización de demandas y presiones sociales.

Con ello, la política, formal y temporalmente, se descorporativizó y dio pie a un renovado protagonismo de los partidos políticos, pero con la particularidad de que los partidos más influyentes compartieron un conjunto similar de creencias y propuestas de transformación estatal y política (el llamado modelo “neoliberal”), que vuelve a cerrar el espacio de competencias y programas de sociedad en el interior del campo político.

Desmantelada la base material de la izquierda sindical (la COB) y en medio de la derrota política de la izquierda partidaria (UDP), el pensamiento conservador y de derechas, discursivamente presentado como renovador y progresista, ocupó monopólicamente el escenario de las representaciones legítimas del mundo. Fueron tiempos estos, una década y media, en los que los principios de representación y visión del mundo dominantes, aceptados por gobernantes y gobernados, estuvieron signados por la ideología del libre mercado, la creencia del papel desarrollista de la inversión extranjera y la repartición multipartidaria como sinónimo de gobernabilidad.

Esto llevó a un sobredimensionamiento del polo de la derecha, cuyo poderío simbólico alcanzó tal magnitud que anuló cualquier contrapeso por parte de las izquierdas sindicales o partidarias, y creó la ilusión del fin de la división entre “derecha e izquierda”; mientras que las disputas y competencias políticas giraron exclusivamente en torno a distintas maneras de interpretar o conducir el paquete de reformas liberalizantes de la economía y la política. En este caso, el centro político entendido como la equidistancia entre posiciones extremas no fue el centro del espacio político, sino el centro del polo político neoliberal, donde la disputa se dio entre posiciones más ortodoxas (MNR), las más “sociales” (MIR) o aquellas más institucionalistas (ADN) para implementar el neoliberalismo. Por lo tanto, se puede afirmar que en esos momentos el campo político se caracterizaba por un tipo de unipolaridad multipartidaria de derechas.

Crisis del modelo

Al finalizar el siglo XX, este modelo político entró en crisis. Desde el año 2000, impulsados por los escasos resultados de las reformas neoliberales y como forma de resistencia a los intentos de privatizar recursos hídricos estatales y comunitarios (el agua), estalló un ciclo de sublevaciones indígeno-plebeyas que transformaron el campo político. Los partidos tradicionales comenzaron a perder su peso electoral. En las elecciones nacionales de 2002, el MNR logró el 20% de la votación, el MIR obtuvo el 15% y la ADN apenas el 3%, con lo que el caudal general de estos partidos se redujo a casi la mitad en relación con las anteriores votaciones. Este debilitamiento electoral de los partidos conservadores fue aún mayor en las elecciones municipales de diciembre de 2004, cuando perdieron dos de cada tres de sus antiguos electores al obtener en conjunto tan sólo el 15,9% de la votación. Paralelamente, surgieron otros partidos conformados por coaliciones de movimientos sociales y sindicatos agrarios, como el Movimiento al Socialismo (MAS) liderado por el dirigente social Evo Morales, que en las elecciones nacionales de 2002 obtuvo el segundo lugar con el 19,4%, y el Movimiento Indígena Pachakuti (MIP) del caudillo aimara Felipe Quispe con el 5,6%. Todos ellos desequilibraron el escenario político a raíz de la importancia dada a los indígenas en la política electoral y, sobre todo, con una propuesta de cambio socioeconómico contraria a las políticas del libre mercado.

En las elecciones municipales, el MAS se convirtió en la principal fuerza política al obtener el 17,5% de la votación total y controlar 100 de los 327 municipios existentes. Al mismo tiempo, gran parte de la ciudadanía comenzó a articularse en nuevos y antiguos movimientos sociales con aspiraciones políticas estatales. Tales movimientos, en algunas ocasiones, tuvieron el mérito no sólo de presionar con más éxito que el Parlamento, para modificar determinadas políticas públicas (gestión del agua, impuestos, distribución de tierras, ley de hidrocarburos, cambio de presidente, asamblea constituyente, etc.), sino que en algunos lugares lograron subordinar las propias instituciones estatales a su lógica sindical-comunitaria (Altiplano norte, Chapare y norte de Potosí).

Esto dio lugar a una escisión institucional de los sujetos políticos en el campo político en la medida en que no sólo los partidos de adscripción individual, sino también los movimientos sociales, los sindicatos y comunidades de base normativa y tradicional, tuvieron la capacidad política de influenciar en la gestión de lo público, tanto por medios parlamentarios como extraparlamentarios (bloqueos de caminos, movilizaciones, marchas, etcétera).

Mientras tanto el sistema de creencias neoliberal se debilitó, al surgir proyectos de cambio, de modificación de las relaciones políticas y económicas (asamblea constituyente, derechos políticos indígenas, cambio de gobierno, nacionalización de los hidrocarburos) que trastocaron el conjunto de las maneras de significar, de representar las jerarquías y los colectivos llamados a organizar el mundo político.

Con ello, se asistió a una nueva polarización del campo político entre izquierdas y derechas, entre renovadores y conservadores, con claros contenidos clasistas (trabajadores/empresarios), étnicos (indígenas/mestizos) y regionales (este/oeste) en cada uno de los dos polos. Y en la medida en que cada una de estas dualidades se afirmó al posicionarse una frente a la otra, estuvimos frente a un tipo de polarización antagónica y pluriinstitucional (partidos y movimientos sociales), con un campo político estructuralmente inestable y en transición hacia una nueva forma estatal y un nuevo sistema político portador de nuevas o reformadas hegemonías sociales.

Las fuerzas conservadoras visibles a través de liderazgos empresariales mantenían una mayor fuerza política y cultural en la zona este del país, donde hay una economía agroindustrial en ascenso. Por su parte, las fuerzas renovadoras, conducidas por liderazgos indígenas tienen su mayor presencia política y de movilización en los sindicatos, las comunidades y las asociaciones vecinales del este del país, altiplano y valles. De esta manera, a la demanda de asamblea constituyente, reivindicada por las izquierdas como proyecto de transformación estructural de las instituciones por vía democrática, el sector empresarial este comenzó a contraponer la propuesta de autonomías departamentales, como un modo de “blindar” regionalmente el poder que conservaban en las regiones más prósperas (Santa Cruz y Tarija), lo que dio lugar a un “empate catastrófico” (Gramsci), entre proyectos de economía y Estado confrontados, sin que ninguno de ellos tenga aún la capacidad de hegemonizar al país entero.

La turbulencia y la reacomodación de fuerzas políticas de los últimos años han llevado a la fractura del esquema de gobernabilidad tripartita (MNR, ADN y MIR), y a la sucesiva renuncia de un par de presidentes de la República en dos años. Gonzalo Sánchez de Lozada, principal figura de las políticas de privatización de los años 90, renunció en octubre de 2003 ante la huelga nacional y la insurrección desarmada de los movimientos sociales que se oponían a la decisión de venderle gas a los Estados Unidos.

Así surgió un nuevo presidente, Carlos Mesa, quien se comprometió ante los sublevados a convocar una asamblea constituyente y llevar adelante un referendo sobre la política gasífera del país, pero fue rápidamente sobrepasado por los antagonismos políticos de la época. Asediado por un Parlamento hostil, aún en manos de los partidos conservadores, y por los movimientos sociales que ampliaban sus demandas hacia la nacionalización de los hidrocarburos, en medio de una nueva sublevación social, renunció en junio de 2005, anulando la posibilidad de una salida “cesarista” a la crisis.

Tras la presión social opuesta a que el presidente del Senado y de la Cámara de Diputados se hiciera cargo del gobierno por sucesión constitucional, el presidente de la Corte Suprema de Justicia accedió a la presidencia de la República, convocando a la realización de elecciones generales en diciembre de 2005.

En medio de esta desastrosa lucha generalizada por el poder del Estado entre clases sociales e identidades culturales, la convocatoria a elecciones abrió un período de tregua de varios meses. El 18 de diciembre, la población boliviana fue a las urnas, y eligió, con el 54% de los votos, al candidato del MAS, Evo Morales, que se enfrentó con el ex presidente Jorge Quiroga (2001-2002), del recientemente creado Poder Democrático y Social (Podemos), partido de derecha. Al resultar electo, Evo Morales se convirtió en el primer líder indígena en llegar a la presidencia de la República de un país del continente.

A pesar de la situación favorable, ya que el MAS conquistó a la mayoría en la Cámara de Diputados y casi a la mitad del Senado, además de colocar a dos gobernadores en las provincias, la elección de Evo Morales, con Álvaro García Linera como vicepresidente, estuvo acompañada de mucha incertidumbre. Antes de las elecciones, en medio de grandes agitaciones sociales, el MAS, representado por Morales, asumió el papel de conciliador entre las fuerzas represoras y la población insurgente, por lo cual fue duramente criticado por los movimientos y partidos más radicales, que también denunciaban un fuerte ablandamiento del discurso del candidato a la presidencia. No obstante, inmediatamente después de tomar posesión del mando, el presidente Evo Morales viajó a Cuba y a Venezuela –que prometieron ayudar al gobierno boliviano de múltiples formas: ofreciendo ayuda financiera directa, insumos productivos, o el envío de médicos al país, en el caso de Cuba–, lo cual, sumado a sus ataques contra el neoliberalismo y el gobierno Bush, dio indicios de una orientación política antiimperialista y antineoliberal.

Por un lado, Morales promete profundas reformas políticas, sociales y económicas, como la erradicación del analfabetismo, el combate a la corrupción y la valorización de la población indígena, y, por otro, convocó al gobierno a personas consideradas, por los más radicales, conservadoras. Ante eso, algunos analistas ven en el gobierno Morales una repetición del populismo “lulista”, y preven que no se realizarán significativas transformaciones en Bolivia, mientras que otros prenuncian el fortalecimiento de un “frente socialista” que se difundirá por toda América Latina, garantizando la emancipación del continente.

De una manera o de otra, Bolivia parece encaminarse rumbo a la construcción de un nuevo sistema político, con un conjunto de medidas de inclusión de los pueblos indígenas y un nuevo régimen de desarrollo económico que guiará a la sociedad en las próximas décadas. Falta definir para el período siguiente cuál será la nueva composición entre propiedad estatal, economía tradicional urbano-rural e inversión externa en la economía nacional, y cuál será la presencia y el poder de los pueblos indígenas en la estructura del Estado.

Habitantes indígenas en una de las islas flotantes del lago Titicaca saludan a un grupo de turistas (David Stanley/Wikimedia Commons)

 

Choque modernidad-tradición

 Desde su nacimiento hasta el día de hoy, la República de Bolivia se ha caracterizado por un tipo de desarrollo económico dual. Por una parte, pequeños enclaves de producción moderna articulados a los mercados externos y, por otra, las mayoritarias economías tradicionales, artesanales, campesinas y comunales vinculadas a los sectores modernos de múltiples maneras, directas e indirectas. En los ciclos de proteccionismo económico, estas esferas tradicionales fueron apoyadas estatalmente para reforzar procesos graduales de modernización interna hacia economías de mayor mercantilización, diferenciación interna, ahorro y renovación tecnológica. En los ciclos de liberalización, estas esferas tradicionales o bien quedan subsumidas a mecanismos de explotación directa por los núcleos modernizados o son marginadas de cualquier política de articulación, acentuando las diferencias tecnológicas y de ingresos entre el sector minoritario industrializado y el sector mayoritario de la población inserto en circuitos económicos tradicionales, de autoconsumo o de débil mercantilización local.

Entre 1825 y 1870, años que marcaron el primer ciclo proteccionista, la economía boliviana se sostuvo sobre una débil actividad minera y artesanal resultante de la decadencia secular de la economía colonial, sobre el régimen de hacienda en valles y en el altiplano que usufructuaba las pequeñas economías campesinas cautivas, y sobre las comunidades tradicionales que aún preservaban parte de sus tierras.

En 1825 no había más de 50 pequeñas minas en actividad, mientras que en 1947 se calculaba la existencia de 10.000 minas abandonadas por falta de herramientas de trabajo. El trabajo artesanal de telas de lana y algodón se hallaba en retracción por la ruptura de los antiguos circuitos comerciales coloniales y su posterior traspaso a manos de las nuevas repúblicas. Del 1,4 millones de personas censadas en 1946, el 89% vivía en las áreas rurales donde se generaban dos tercios del producto nacional. Allí la producción se sostenía en aproximadamente 5.000 haciendas y 4.000 comunidades indígenas donde habitaban el 51% de la población rural. Parte de esta economía rural estaba destinada a la venta en los fragmentados mercados locales. Las comunidades indígenas también participaron de los circuitos comerciales, por medio de modelos de mercantilización comunal que les permitieron recaudar dinero para el pago de tributos.

El tributo indígena, instaurado en el período colonial, pese al intento de ser abolido al fundarse la República, nuevamente fue restituido ante la incapacidad estatal de establecer un sistema impositivo estable relativo a los ingresos personales o a la producción manufacturera. Hasta la década de 1880, el tributo indígena sobre la propiedad comunal de sus tierras llegó a representar entre el 35% y el 60% de las rentas del Estado.

Los oligarcas de la plata

Recién a fines de la década de 1850, la minería de la plata comenzó a estabilizarse de la mano de tres inversionistas que luego fueron llamados los “patriarcas de la plata”. Pacheco y Aramayo introdujeron cambios técnicos en las operaciones mineras en la década de 1870 y, con el ingreso de capitales externos en la minería, este país volvió a convertirse en uno de los principales exportadores de plata del mundo.

Con inversiones mineras superiores a los propios ingresos del Estado, las dinastías mineras empezaron a influir directamente en la política y a promover un cambio en las políticas generales del Estado, apuntando a una amplia liberalización.

Se redujeron los aranceles para las importaciones manufactureras y la exportación de minerales, se suprimieron varios monopolios estatales en la comercialización del mineral y la acuñación de la moneda, se habilitó la entrada de capitales externos para la explotación de adobo y salitre en las costas del Pacífico y, posteriormente, con la ley de exvinculación de 1874, vigente desde 1880 hasta las primeras décadas del siglo XX, se inició el proceso de expropiación de las tierras comunales más importante desde la llegada de los españoles.

De esta manera, el ciclo liberal, que duró hasta finales de la década de 1930, se apoyó en tres pilares: la presencia de inversión externa en la minería y otros recursos naturales (adobo, goma y quina); las rebajas arancelarias para la importación de productos de consumo interno, lo que, con el tiempo, llevó al colapso de la economía artesanal urbana y mercantil-comunal, y, por último, la expropiación de tierras comunales que no fueron sustituidas por modernas agroindustrias de exportación, sino por nuevas haciendas con trabajo servil, propiedad de exitosos empresarios mineros o comerciales que volvieron a invertir sus ganancias en el campo. Las comunidades que cincuenta años antes habían retenido el 50% de las tierras, hacia fines de 1930 poseían tan sólo la mitad de esos recursos.

La minería de la plata tuvo su auge entre 1875 y 1895 cuando se produjo el colapso de los precios internacionales. Sin embargo, una década después se inició el despegue de la minería del estaño, que entre 1920 y hasta 1970 hizo de Bolivia uno de los principales productores del mundo.

Aprovechando las redes comerciales, la organización empresarial heredada de la extracción de la plata y la presencia de los capitales externos, los sistemas artesanales de aprovechamiento de las pequeñas minas fueron desplazados por importantes innovaciones técnicas: se sustituyó paulatinamente el diesel y el carbón de los generadores de luz por la electricidad como fuerza motriz de las máquinas; se incorporaron los ferrocarriles y camiones para el transporte de mineral, lo que amplió la división técnica del trabajo y se reemplazó radicalmente la fuerza motriz del transporte y acarreo. En los ingenios se introdujo el sistema de preconcentración sink and float que pone fin al trabajo de la separación manual del mineral realizado por mujeres obreras; mientras que en el perforado de la roca, la tracción eléctrica y el uso de barrenos de aire comprimido o eléctricos reconfiguraron los sistemas de trabajo.

Estaño e industrialización

Entre 1900 y 1929, la producción boliviana de estaño creció de 9.000 a 47.000 toneladas métricas finas por año. En la década de 1920, las exportaciones se duplicaron, aunque la mayor parte de esta renta estaba en manos de inversionistas privados encabezados por los llamados “barones del estaño” (Patiño, Aramayo y Hoschild).

Paralelamente, una lenta industrialización de productos de consumo interno comenzó a expandirse en el país. En las primeras décadas del nuevo siglo se formaron empresas industriales en las áreas de las bebidas alcohólicas, los textiles, la curtiembre y los alimentos. Después de la Guerra del Chaco, estas mismas áreas fueron fortalecidas por inversionistas extranjeros que hacia 1945 llegaron a ser propietarios del 50% del capital industrial.

La tenencia de la tierra durante la primera mitad del siglo XX tuvo como sus tres principales actores a las haciendas, las comunidades y la pequeña producción campesina. La mayor parte de las comunidades agrarias indígenas (86%) estaban concentradas en la zona del altiplano (La Paz, Oruro y Potosí), en tanto que las haciendas predominaban en las zonas de los valles (Cochabamba, Chuquisaca y Tarija). En esas regiones, las haciendas contaban con el 57% de la superficie mientras que la pequeña propiedad poseía el 28% de la tierra.

Por la ausencia de una red caminera, la agricultura de tierras bajas, en manos de hacendados, siguió orientándose hacia los mercados locales, en tanto que desde el Estado se siguió promoviendo la entrega de grandes propiedades de tierras en el norte y el este del país.

Los gobiernos militares de finales de los años 30 ayudaron al declive del ciclo económico liberal, tomando medidas que buscaron proteger los pequeños mercados internos y fortalecer el Estado; tal fue el caso de la creación de la empresa petrolera estatal Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB) que, décadas después, llegó a ser una de las principales empresas generadoras de excedente económico del país. El nuevo ciclo proteccionista del capitalismo de Estado se inició con la revolución de 1952 que nacionalizó la gran minería del estaño, promovió la diversificación económica, la sustitución de importaciones, la industrialización de las fértiles tierras del oriente y la conformación de un mercado interno.

El mismo año de la revolución se creó la empresa minera estatal Comibol que llegó a contar con 27.000 trabajadores y más de 15 grandes minas de estaño, plata, plomo y zinc en su producción. Parte de las divisas de la minería fueron trasladadas al fomento de la construcción, la vertebración caminera y el desarrollo industrial tanto privado como estatal mediante la construcción de hornos de fundición y la ampliación de la Corporación Boliviana de Fomento (CBF), que llegó a agrupar 56 industrias en distintos rubros.

Tras la revolución, la empresa estatal de petróleo YPFB logró ampliar sus actividades de producción, refinamiento y distribución. En 1969 los militares nacionalizaron las instalaciones de la empresa norteamericana Gulf Oil Company, y lograron que el Estado se hiciese cargo de la exportación de gas a la Argentina desde comienzos de los años 70. Con ello, en veinte años, el Estado logró ingresos totales de US$ 3.900 millones, equivalentes a la contribución del 65% de los ingresos estatales hasta mediados de los años 90.

En 1978, la producción industrial, pese a sus constantes altibajos y al rezago tecnológico, llegó a generar el 16% del producto nacional y ocupó al 21% de la población activa de las ciudades, reduciendo parcialmente el trabajo informal y artesanal que, pese a ello, siguió ocupando en todas estas décadas a más del 50% de la población trabajadora de las ciudades. En conjunto, y debido a la pujanza de estos sectores modernos de la actividad productiva estatal, entre 1964 y 1978, la economía boliviana experimentó las tasas más altas de crecimiento del último siglo, con un promedio anual del 5,6%.

Por su parte, la producción agrícola tomó dos vías diversas. En el este, el Estado fomentó la producción agroindustrial, y para ello implementó él mismo empresas, o bien apoyó con créditos y transferencias de dinero a los inversionistas privados. Entre el 50% y el 80% de los créditos agrícolas financiados por el Estado en los años 1960 y 1980 fueron a la región de Santa Cruz y Beni, y contribuyeron así a la formación de una burguesía agraria (agrícola y ganadera), que hacia finales del siglo XX se convirtió en la más pujante y dinámica del país.

Las regiones tradicionales del altiplano y los valles, en cambio, desarrollaron una economía familiar campesina de bajo rendimiento, tecnologías arcaicas y de moderada incursión en los mercados locales de productos alimenticios. A su vez, este estancamiento de la agricultura tradicional promovió el proceso migratorio interno más importante de su historia. Entre 1952 y 2001 el porcentaje de la población agraria bajó del 72% al 32%.

Nuevo rumbo económico

En 1985, el país cambió nuevamente de rumbo en su modelo económico. Se aplicaron medidas de ajuste fiscal, se abrieron las fronteras para la importación de productos de consumo, se cerraron las empresas estatales deficitarias, se liberalizó el mercado de trabajo y se inició un proceso de privatización de las empresas públicas del país, incluso de la empresa petrolera.

Desmantelado el capitalismo de Estado y restringida judicialmente la producción de hoja de coca y de sus derivados ilícitos que habían aumentado durante la época de los gobiernos militares hasta llegar a ser el 3% del PBI, la economía quedó bajo el control de la inversión externa en todas las áreas modernas: hidrocarburos, minería, telecomunicaciones, ferrocarriles, electricidad y, parcialmente, la agroindustria.

Entre 1990 y 1998, la inversión extranjera directa (IED) pasó de poco menos de US$ 90 millones a 1.026 millones, para luego declinar a US$ 113 millones en 2004. Se llevó adelante una modernización del aparato técnico de esas áreas productivas, se descubrieron reservas gasíferas del orden de los 53 trillones de pies cúbicos (TCF, sigla en inglés), que hicieron de Bolivia el segundo país con más reservas del continente, y las exportaciones crecieron de US$ 1.200 millones a 2.100 millones entre 1992 y 2004. En la actualidad, las exportaciones principales del país son el gas, los minerales y la soja.

En estos mismos años de neoliberalismo, Santa Cruz, una región marginal hace cincuenta años, se convirtió en el departamento más dinámico. Una tercera parte del total de la producción nacional, el 60% de las exportaciones y la mitad de la inversión externa están ubicadas en esa región del este.

Pero, al mismo tiempo, la externalización del excedente económico por parte de empresas extranjeras que controlaban cerca del 40% del producto nacional, sumada a la decadencia en otros sectores productivos, llevó a que la economía boliviana presentase tasas de crecimiento promedio del 3,1%, casi la mitad de lo logrado en la época del Estado productor. De allí, que el promedio anual de ingresos del boliviano (1.100 dólares por año), haya sido similar al de hace 24 años y uno de los más bajos del continente.

Rotos los lazos entre modernidad y tradición, la diversificación económica se detuvo a la par que hubo un proceso de desindustrialización: la informalidad en los últimos quince años creció del 58% al 68% del total de la población urbana trabajadora; el sector industrial manufacturero disminuyó su importancia del 17% al 12% entre 1991 y 2003, en tanto que el 7% de los empleos del sector moderno generan el 65% de la riqueza nacional, frente al 25% producido por el 85% del empleo de unidades productivas tradicionales, precarias y arcaicas compuestas por 700.000 unidades familiares urbanas y 600.000 familias campesinas.

Uno de los sectores más afectados con las políticas de libre comercio fueron los productores campesinos indígenas tradicionales. Los precios de sus productos se contrajeron en un 60%, en el caso de los productos de tierras bajas, y en un 30% en el caso de los productos de tierras altas. Fruto de ello, la brecha de la pobreza entre el 5% más rico y el 5% más pobre es de 1 a 60, mientras que en el campo, predominantemente indígena, la diferencia llega a ser de 1 a 170, lo que demuestra que Bolivia se ha convertido en uno de los países con mayor desigualdad en el mundo.

En los primeros años del siglo XXI el tema del modelo de desarrollo económico nuevamente fue puesto en discusión. Los movimientos sociales propugnan un tipo de economía compleja que, además de otorgar al Estado un protagonismo productivo en las áreas de hidrocarburos y energía, refuerce las estructuras comunitarias, urbanas y rurales, a fin de otorgar a las capas autogestionarias de la sociedad un papel protagónico en la generación de modos de desarrollo y modernización plurales. Por su parte, las fuerzas empresariales conservadoras insisten en mantener la economía de libre mercado; en consecuencia se ha abierto una nueva lucha por el poder político y económico cuyos resultados son inciertos.

La formación de las estructuras organizativas de las clases subalternas estuvo vinculada a las características y cambios de la economía del país.

Durante el siglo XIX y, especialmente, el siglo XX, se desplegaron dos grandes bloques de identidad y movilización social: el movimiento obrero y el movimiento indígena-campesino, cada uno de los cuales atravesó diferentes períodos de construcción reivindicativa, organizativa y discursiva.

El movimiento obrero

En el siglo XIX, las primeras formas de asociación obrera fueron organizaciones laborales de tipo mutualista y de socorro mutuo, directorios, consejos, subconsejos, ligas obreras. En el caso de los artesanos urbanos, las primeras mutuales se crearon a partir de los años 1840, y su principal objetivo fue la protección mutua de los componentes del gremio, la formación de bancos de ahorro, que implicaron “acostumbrar a los artesanos a ahorrar el producto de su trabajo”.

Los artesanos se organizaron mediante centros de ayuda mutua, y tales centros comenzaron a proliferar en sectores como el de los ferroviarios y el de los gráficos. Cabe aquí mencionar las organizaciones femeninas, de tendencia anarquista, como la Federación Obrera Femenina (FOF, 1927), compuesta por mujeres del sector del artesanado, vendedoras, cocineras, etcétera.

En las minas de plata, desde finales de 1870, se crearon las primeras asociaciones de socorros mutuos y de tipo cultural. Posteriormente surgieron las federaciones obreras que incluían organismos de tipo gremial y artesanal (peluqueros, sastres, etc.). Este predominio de la organización territorial por encima de la organización por empresa se mantuvo en los centros mineros hasta las primeras décadas del siglo XX. Igualmente, muchas de las tradiciones de origen artesanal e indígena, como los motines y los ritos a las deidades de los socavones (“Tío de la mina”), se mantuvieron y llegaron a formar parte fundamental de la memoria colectiva del proletariado minero moderno en sus luchas de resistencia contra la lógica de organización del tiempo y el trabajo capitalista.

El sindicato obrero, en el sentido moderno de organización de trabajadores de empresa, comenzó a expandirse en los años 30. A partir de 1936, con la apertura política hacia las organizaciones obreras desplegada por los gobiernos “militares-nacionalistas”, se amplió el proceso de sindicalización. En las minas surgieron sindicatos como los de Morococala, Catavi, Huanuni, Machacamarca, Cataricagua, Llallagua, la Unificada, Itos, La Colorada, Colquiri, Vinto, Socavón, etc., compuestos exclusivamente por obreros de empresa que modificaron el contenido y la demanda de las organizaciones obreras del país, cada vez más orientadas a la regulación salarial.

En 1944 los trabajadores mineros crearon la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB) que, posteriormente, lograría reunir hasta 50.000 miembros en la estructura obrera compacta más importante de la historia del movimiento obrero nacional.

Hombres trabajando en la mina Rosario, en el cerro Rico, ciudad de Potosí (Albert Backer/Wikimedia Commons)

 

Mineros trabajando en cerro Rico (Christophe Meneboeuf/Wikimedia Commons)

 

Con respecto a las organizaciones obreras urbanas, si bien hubo un incipiente proceso de industrialización desde finales del siglo XIX, las primeras y más importantes organizaciones autónomas de trabajadores de fábrica en constituirse fueron las del ramo textil a principios de la década de 1930, precisamente, cuando se iniciaba un nuevo ciclo de industrialización. En 1951 se fundó la actual Confederación General de Trabajadores Fabriles de Bolivia (CGTFB) que, juntamente con la FSTMB, fue uno de los pilares del movimiento obrero durante los últimos cincuenta años, hasta la desaparición de las grandes empresas.

La revolución de 1952

En abril de 1952, a raíz del golpe de Estado propiciado por el MNR, fueron los sindicatos obreros de las ciudades y las minas los que se sublevaron, y, apoyados por amplios sectores populares urbanos, lograron tomar varios puestos policiales y cuarteles militares, y levantarse en una insurrección armada. En tres días de combates en las principales ciudades del país, las tropas del Ejército fueron derrotadas militarmente, desarmadas y disueltas, y finalmente sustituidas por las milicias armadas de los sindicatos obreros que durante dos años se hicieron cargo del ejercicio de la coerción estatal. Esta acción política victoriosa de los sindicatos marcó el posterior comportamiento de los obreros sindicalizados bolivianos en relación con la preponderancia de la forma sindicato por encima de cualquier otra propuesta organizativa, y su recurrente aspiración al poder político mediante el cual se garantiza la conquista de derechos laborales y sociales.

Una semana después de la victoria obrera de 1952, el 16 de abril, se reunieron todos los sindicatos y esferas organizadas de la sociedad, y decidieron crear una central que unificase a la mayoría de los trabajadores, la Central Obrera Boliviana (COB), con los obreros de las fábricas y de las minas como núcleo. Desde entonces, la COB se convirtió en un movimiento social que estructuralmente es la articulación de varios movimientos sociales, en torno a la conducción y la hegemonía obrera.

La Central Obrera Boliviana ha proclamado en sus lineamientos generales proyectos políticos de la sociedad: la nacionalización de las minas –en aquel momento la principal actividad económica en manos de tres grandes empresarios–, la nacionalización de los ferrocarriles y la implementación de la “revolución agraria”. Estas reivindicaciones fueron parcialmente atendidas por el gobierno revolucionario en los siguientes meses. Como materialización de este papel político del movimiento obrero, la COB designó en los años siguientes a cuatro “ministros obreros”, lo que dio lugar a una lógica de cogobierno permanentemente presente en las reivindicaciones de los movimientos sociales bolivianos.

Durante esos años, y hasta las reformas de libre mercado de la década de 1980, la composición material de la condición obrera se caracterizó por cinco componentes:

1) La concentración de enormes contingentes de trabajadores en fábricas y empresas que producían alrededor de ellas grandes ciudadelas de obreros, lo que permitió una territorialización sedimentada de la cultura sindical de clase.

2) La consolidación de un tipo de trabajador con contrato por tiempo indefinido que dio lugar a la concepción de un tiempo homogéneo y acumulativo en el que era posible prever el porvenir individual dentro de un devenir colectivo de clase y, por lo tanto, permitió al trabajador comprometerse con ese porvenir y ese colectivo ya que sus logros podían ser usufructuados en el tiempo. Estamos hablando de la construcción de un tiempo de clase y una narrativa de clase caracterizada por la previsibilidad, por un sentido de destino certero y enraizamientos geográficos que habilitaban compromisos a largo plazo con el sindicato.

3) La existencia de un sistema de fidelidades internas que permitieron convertir en valor acumulable la asociación por centro de trabajo. Esto surgió por la implantación de un sistema de ascensos laborales y promociones internas dentro de la empresa basada en el ascenso por antigüedad, el aprendizaje práctico alrededor del maestro de oficio y la disciplina laboral industrial legitimadas por el acceso a prerrogativas monetarias, cognitivas y simbólicas escalonadamente repartidas entre los segmentos obreros.

4) La fusión de los derechos ciudadanos con los derechos laborales, resultado del reconocimiento por parte del Estado, a partir de los años 40, de la legitimidad de la organización sindical. Desde entonces y hasta 1985, el sindicato fue la forma legítima del acceso a los derechos públicos, con lo que la noción de Estado, la hegemonía estatal y sus preceptos homogeneizadores se expandieron a través de los sindicatos sobre los enormes contingentes de migrantes de la agricultura que marchaban a las ciudades y fábricas.

5) Una sólida estructura organizativa que, sostenida por la consistencia de la identidad por centro de trabajo, abarcó el territorio nacional en una extensa y compacta red de escalones jerarquizados por oficio y múltiples ramas de oficio, por provincias y, por último, a escala nacional.

En todo este período, las principales demandas del movimiento obrero se focalizaron en el litigio por el salario y los derechos laborales, pero también por la propia formación histórica del sindicalismo. De manera recurrente se hacían oír demandas políticas dirigidas a modificar la estructura económica del país (nacionalización de las minas de estaño, de la banca, etc.) o a modificar la estructura institucional del Estado (cogobierno COB-partidos de izquierda, lucha por la democracia contra las dictaduras militares, etc.). Podemos decir, por lo tanto, que durante la última mitad del siglo XX, el movimiento obrero fue la fuerza histórica de los grandes procesos de democratización y formación política que atravesaron la sociedad boliviana.

Sobre la base de estos componentes internos de la existencia de la clase obrera, la forma sindicato ha sido capaz de crear un espacio de irradiación social o bloque compuesto de clases sociales. La COB puede ser considerada como la trama de la autoformación política de las clases subalternas bolivianas en lo que respecta a los símbolos, los códigos, el acervo y los parámetros organizacionales del movimiento obrero. De esta manera, y hasta 1986, la COB se aglutinó en torno a los obreros, campesinos, maestros, estudiantes, pequeños comerciantes y pobladores en general que sentían sus demandas y necesidades estaban siendo consideradas y encaminadas por el liderazgo obrero.

Nueva estructura social

Desde 1985, la estructura social boliviana ha experimentado grandes transformaciones. Se dio inicio a las llamadas reformas estructurales de libre mercado que promovieron un conjunto de modificaciones materiales en los procesos productivos que influyeron de manera decisiva en las características de los movimientos sociales y, en particular, en la historia de la COB.

Desde 1985 la situación obrera en el trabajo se ha transformado en dos sentidos. Por un lado, en el ámbito de los derechos de propiedad y de la organización técnica, en los últimos años se asistió a una fragmentación acelerada de la propiedad empresarial (privada y estatal), cuya principal consecuencia fue la dispersión y despolitización de los movimientos reivindicativos de los trabajadores que entonces, sin sindicato, ya no reclamaban al Estado, sino a pequeños o medianos empresarios dispersos.

Por otro lado, el contrato por tiempo indefinido, bastión de la anterior identidad obrera, dejó de ser la norma; comenzó a extinguirse y en oposición a él se generalizaron formas de contrato eventual, por tiempo definido, por obra, a domicilio, en régimen de subcontratación y contratos civiles. Con ello no sólo se ha debilitado estructuralmente la fuerza de trabajo sindicalizada, que cayó a menos del 10% del total de los trabajadores, sino que, además, se ha borrado el conjunto de derechos ligados a esta forma de venta de la fuerza de trabajo.

Surgió, entonces, una nueva forma de regulación estatal de la reproducción de la fuerza de trabajo cuya labor fue, ante todo, la acción compulsiva para que el trabajador acepte las nuevas reglas del juego (legitimación de la desafiliación sindical generalizada, judicialización de las resistencias sindicales) y la habilitación de un nuevo espacio normativo y cultural que legalice la abrupta incursión del resto de los miembros de la familia obrera a procesos de obrerización parcial e híbrida, a fin de hacer recaer en el trabajo asalariado precario del resto de la unidad doméstica el monto de dinero requerido para la reproducción de la familia trabajadora.

El fin del contrato regular ha sido, también, el de aquel tiempo de previsibilidad obrera de destinos asegurados y enraizamientos geográficos que habilitaron compromisos a largo plazo. En su lugar surgió un tipo de trabajador portador de una “mentalidad precarizada” por la incertidumbre del porvenir y el nomadismo laboral que anula, temporalmente, la producción de fidelidades a largo plazo.

La feria de los domingos es una gran atracción de la ciudad de Tarabuco, en Bolivia (Jenni Frog/Wikimedia Commons)

 

Desestructurada la antigua condición obrera, y el sindicalismo clasista que la acompañó, emergió una obrerización fragmentada, híbrida, que triplicó numéricamente el antiguo proletariado, pero desprovista de organización, territorialidad, memoria y proyectos de clase a largo plazo. Son los obreros de medianas y pequeñas empresas dispersos territorialmente, carentes de derechos laborales, de organización sindical, de experiencia laboral organizativa, en su mayoría hombres y mujeres jóvenes que se mueven bajo relaciones contractuales de eventualidad, nomadismo y precariedad.

Gran parte de este nuevo mundo obrero no está cobijada en las redes de organización de la COB y, ante la debilidad y evanescencia de sus vínculos de solidaridad en el interior de las empresas, prefirieron actuar de manera individual o sumergidos en modos de organización territorial de carácter gremial o vecinal.

Esto ha llevado a un debilitamiento estructural de la COB en los últimos años, pero no así de la capacidad de movilización y resistencia de las clases subalternas que, a partir de las redes territoriales locales y cotidianas que no fueron desmontadas por las reformas neoliberales, volvieron a levantar poderosas estructuras de organización sociopolítica, sólo que ya no bajo una estricta identidad obrera. En particular, fueron los movimientos sociales indígenas, urbanos y rurales, además de las nuevas organizaciones aglutinadas en torno a la defensa de las necesidades vitales (agua, tierra e hidrocarburos) los que en las últimas décadas lograron conformar un amplio bloque de autonomía política y democratización social.

La política de las necesidades vitales

Debilitadas y sancionadas las posibilidades de movilización laboral por centro de trabajo, las redes territoriales locales, compuestas por obreros sindicalizados y no sindicalizados, por desocupados, pequeños comerciantes, estudiantes e incluso profesionales, en los últimos años lograron articular marcos organizativos de movilización en torno a la defensa de necesidades vitales (agua, tierra y energía), con gran capacidad de impacto político frente al Estado. Afectando la estructura de la política de privatizaciones, estas organizaciones, que tomaron el nombre de Coordinadora de Defensa del Agua y la Vida, Coordinadora de Defensa de los Recursos Naturales, etc., tuvieron la particularidad de unificar de manera temporal, en torno a objetivos precisos y modos de deliberación horizontales y flexibles, las organizaciones locales urbanas y rurales pero, además, a individuos que de otra manera carecerían de la posibilidad de integrarse a otras formas de organización más disciplinadas y jerárquicas como los sindicatos o los gremios.

Con hegemonías móviles en su interior, que permitieron ir de un liderazgo obrero en un momento, a un liderazgo campesino en otro, promovieron la defensa y la conquista de modos autónomos de gestión de recursos básicos, lo que las llevó a asumir acciones de carácter político frente al Estado que, precisamente, promovía procesos de privatización de esos recursos.

Estas formas de acción colectiva se mostraron como una innovación organizativa capaz de recomponer la movilización de los trabajadores urbanos imposibilitados de hacerlo a través de los sindicatos proscritos por la empresa, además de ser lo suficientemente flexible como para integrar temáticamente organizaciones campesinas movilizadas en torno al tema de la tierra y el agua.

Movimientos indígenas

En Bolivia, el 62% de los habitantes mayores de quince años se autoidentifican como pertenecientes a algún pueblo indígena y poco más del 40% de la población tiene como idioma materno un idioma indígena. Entre los 38 pueblos indígenas y descendientes que existen en Bolivia, dos son los más importantes, los quechuas que abarcan el 30% de la población total del país y los aimaras que llegan al 25%. Los quechuas se hallan ubicados mayoritariamente en las zonas de los valles, en tanto que los aimaras en el altiplano, tanto rural como urbano. De hecho, la tercera ciudad más importante del país, El Alto, es mayoritariamente indígena. El resto de los otros 35 pueblos, ubicados principalmente en las zonas de tierras bajas y llanos del país, llegan al 6% del total de la población censada.

Si bien la historia de los pueblos indígenas del continente estuvo atravesada de ciclos de exterminio, insurgencia, pactos e inclusiones parciales en la estructura nacional predominante, los procesos de asimilación y mestizaje cultural del último siglo no lograron disolver o atenuar las profundas diferencias socioeconómicas entre las identidades sociales. Pese a los derechos de ciudadanía extendidos desde mediados del siglo XX, se ha recreado una segmentación cultural de la estructura de oportunidades y movilidad social visible en la estratificación étnica del mercado laboral que hace que un indígena reciba por lo general un tercio del salario de un no-indígena y que la mayoría de la población pobre del país sea, precisamente, indígena. Se puede decir que en Bolivia, en sentido estricto, la etnicidad desempeña el papel de un capital, el capital étnico que vendría a ser un plus social, un bien apetecible, monopolizable y facilitador del ascenso y las inserciones sociales.

No es extraño, por lo tanto, que en las últimas décadas los movimientos sociales indígenas continentales hayan recobrado una vitalidad política inobjetable y, en el caso de Bolivia, hayan acumulado una capacidad política parlamentaria y extraparlamentaria que los ha convertido en las principales fuerzas sociales de interpelación al Estado, de gobernabilidad sociopolítica, de reforma institucional e incluso, en el futuro, de razonables posibilidades de acceder democráticamente al gobierno.

Por la diversidad histórica de los pueblos indígenas, en Bolivia no existe un único movimiento indígena que haya incursionado en las luchas sociales y políticas, sino que son varios los movimientos indígenas que difieren notablemente en sus reivindicaciones, en su actitud ante el Estado, en sus métodos de movilización, en su identidad y base social. Entre ellos, los más importantes son:

1) El movimiento indígena aimara, ubicado en la zona del altiplano del país y articulado en torno a la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB).

La CSUTCB lleva el nombre de sindicato, pero, efectivamente, está compuesta por comunidades campesino-indígenas. Es la estructura organizativa más antigua de este nuevo ciclo de despertar indígena iniciado treinta años atrás, precisamente entre los aimaras urbanos y rurales. Los aimaras son el pueblo indígena con mayor cohesión social, mayor fuerza de movilización (los bloqueos de caminos más importantes del país se dan en esta zona) y mayor conciencia de su identidad, resultante de la presencia de una extendida e influyente intelectualidad indígena, que en las últimas décadas ha recreado una narrativa histórica sobre la autonomía de la nación aimara.

Si bien en el seno del movimiento aimara existen simultáneamente múltiples tendencias y varias formas organizativas de movilización social (partidos políticos, agrupaciones culturales, vecinales, etc.), la CSUTCB, que agrupa a todas las comunidades campesinas organizadas en torno a fidelidades tradicionales, es la más importante y compacta fuerza sociopolítica de movilización del país, cuyas reivindicaciones están dirigidas exclusivamente al Estado.

Portadora de una clara identidad indígena en confrontación con el Estado, al que califican de colonial, la CSUTCB combina reivindicaciones económicas (caminos, salud, educación, tractores, apoyo económico, etc.) con exigencias sociopolíticas (nacionalización de los hidrocarburos, nuevo modelo económico y autogobierno indígena). De esta manera, combinó la sublevación con la negociación para obtener reconocimiento y ha ido transitando hacia un tipo de nacionalismo aimara con crecientes demandas de autogobierno. En la última década, su discurso influyó a sectores indígenas urbanos y al resto de los movimientos indígenas del país.

Manifestación de la organización de las Mujeres Campesinas Indígenas Originarias de Bolivia “Bartolina Sisa” (CNMCIOB-BS) en Trinidad, en 2010 (Soman/Wikimedia Commons)

 

2) La Confederación Indígena del Oriente Boliviano (CIDOB) y la Coordinadora de Pueblos Étnicos de Santa Cruz (CPESC) agrupan a decenas de pueblos indígenas de tierras bajas de la Amazonia y el Chaco, con amplia presencia de latifundios. Estas organizaciones indígenas fundadas a finales de los años 80 lograron articular a numerosos pueblos pequeños (chiquitano, ayoreo, guaraní, mojeño, etc.) que durante mucho tiempo quedaron invisibilizados por su baja densidad demográfica. Autoasumidos como indígenas, sus demandas, a veces contra el Estado y a veces contra los hacendados y empresarios agrícolas de la región, son de carácter más reivindicativo (títulos de propiedad comunitaria, proyectos de desarrollo, educación bilingüe, etc.). A diferencia de los movimientos indígenas de tierras altas que emplean los bloqueos de caminos para enfrentarse al Estado, las organizaciones indígenas de la zona oriental utilizan preferentemente las marchas y tienen una actitud de mayor inclinación a las negociaciones, pactos y reconocimientos con el gobierno.

3) Federaciones de productores de hoja de coca de los Yungas y el Chapare, integrada por las comunidades indígeno-campesinas de los valles interandinos y del trópico boliviano. Compuesta por poco más de 50.000 familias, su identidad organizativa ha virado en las últimas décadas desde una autoidentificación campesina hacia una indígena-campesina.

La mayor parte de las comunidades está integrada por aimaras, en el caso de los Yungas, centenaria zona tradicional de cultivo de hoja de coca, y por campesinos quechuas y ex obreros despedidos, en el Chapare, región de expansión del cultivo de hoja de coca en los tres últimos decenios. Organizados en torno a comunidades agrarias (“sindicatos”), los productores de hoja de coca tuvieron que soportar el proceso de asedio estatal, militar y judicial más agresivo desde la intervención militar a los campamentos mineros en los años 60.

Hojas de coca en el mercado callejero en Bolivia (Wikimedia Commons)

 

A partir de esta resistencia en defensa del cultivo de la hoja de coca, los sindicatos de productores de hoja de coca se convirtieron en una de las organizaciones más activas, disciplinadas y efectivas de resistencia frente al Estado y las presiones de los Estados Unidos que pretenden erradicar la totalidad de los cultivos de coca.

Desde principios del siglo XXI, y a raíz de la emergencia de la fuerza de los múltiples movimientos indígenas en todo el país, el movimiento cocalero implementó estrategias de alianzas regionales y nacionales con otros movimientos y sectores sociales que han dado lugar a la formación de un “instrumento político” electoral que les permitió sacar el segundo lugar en la votación nacional de 2002, colocándose a sólo un punto porcentual del partido ganador, el MNR. Este “instrumento político” llamado Movimiento al Socialismo (MAS), más que un partido es una coalición flexible de múltiples movimientos sociales indígenas y no indígenas, rurales y urbanos, laborales, gremiales, campesinos que expandieron hacia el ámbito parlamentario sus estructuras de movilización. A fines de 2005, el dirigente máximo del partido, el líder indígena Evo Morales, fue electo presidente de Bolivia, y el MAS conquistó la mayoría en la Cámara de Diputados y casi la mitad del Senado, además de elegir dos de los gobernadores de las provincias.

4) La Federación de Juntas de Vecinos de El Alto (Fejuve) reúne las asociaciones barriales urbanas de esta ciudad. Formada en 1954, cuando El Alto era apenas una aglomeración de barrios semiurbanos, la Fejuve agrupa a la mayoría de los 700.000 vecinos, predominantemente indígenas (80%) y de reciente migración rural que hoy viven en esa ciudad. Teniendo como células a comunidades urbanas de tipo territorial (las juntas de vecinos), que son el único “seguro social” autónomo con el que cuentan los migrantes para construir sus viviendas, empedrar sus calles, instalar servicios básicos o regular la seguridad local, las juntas de vecinos de El Alto cobraron protagonismo en los últimos años. Este protagonismo se dio a raíz de una creciente politización de sus demandas enfocadas a la desprivatización de los bienes urbanos básicos (agua, luz y transporte), a su participación en la rebelión social que destituyó al ex presidente Sánchez de Lozada en 2003 y a la conducción de la demanda de nacionalización de los hidrocarburos en los meses de mayo y junio de 2005. Con una elevada proporción de obreros y operarios (cerca del 40%), y una fuerte presencia discursiva de la ideología indianista entre sus estructuras organizativas barriales, las juntas vecinales son la cara más nítida de un tipo de movimiento social que combina la antigua experiencia obrera del sindicato con el discurso y las prácticas indígenas aimaras de base urbana.

 

Marcha de apoyo a la nueva Constitución de Bolivia, el 20 de octubre de 2008 (Edwin Velásquez/Wikimedia Commons)

 

El surgimiento del papel políticamente protagónico de las juntas de vecinos se ha ido gestando en los últimos cinco años. Rompiendo con las redes clientelares que ataban a las juntas vecinales a los partidos del gobierno nacional y municipal, el primer momento de autonomía política de la Fejuve vino con la participación en la demanda de la ciudad de El Alto por una universidad pública. Esas movilizaciones duraron dos años (2001-2003) y permitieron profundizar la relación de las redes barriales con un proceso de politización creciente. En agosto de 2003 las juntas vecinales llevaron adelante una huelga de 48 horas en rechazo de una medida gubernamental y meses después, en septiembre-octubre de ese mismo año, recibieron la “posta” y la influencia identitaria de la movilización indígena iniciada por los campesinos aimaras del altiplano en contra de la venta de gas a Chile. En esa oportunidad promovieron una insurrección desarmada que, después de 69 muertes, culminó con la huida del presidente Sánchez de Lozada. En enero del 2005 una nueva movilización de la Fejuve lograría la rescisión del contrato de gestión del agua potable de la empresa francesa Aguas del Illimani y, posteriormente, en mayo-junio las juntas vecinales lideraron un nuevo ciclo de protesta nacional con un paro de actividades de tres semanas en demanda de la nacionalización de los hidrocarburos que culminó con la renuncia del presidente Carlos Mesa.

La Fejuve se ha convertido en el más fuerte movimiento social del país, portador de reivindicaciones nacionales y estatales que han llevado a plantearse el tema del poder político estatal para lograr alcanzar las demandas que apuntan hacia la estructuración de un nuevo sistema político y un nuevo régimen económico.

Tensiones y desafíos

En la actualidad, Bolivia se halla nuevamente en un período de transición de sus estructuras económicas y políticas. Y no sólo se trata de una crisis del orden “neoliberal”, sino también de la propia configuración republicana del Estado y del régimen económico construidos sobre mecanismos de segregación política de las identidades indígenas. Éstas son hoy una fuerza política indiscutible sin la cual es imposible pensar la futura historia estatal del país, como lo demuestra la elección de Evo Morales. Igualmente, el carácter centralista de la institucionalidad política ahora es cuestionado por emergentes fuerzas empresariales regionales que exigen una profundización de la descentralización política administrativa que redistribuya los mecanismos de control de la gestión estatal. Por ello, Bolivia está viviendo una de las más importantes reconfiguraciones de las relaciones de poder político de su historia entre identidades culturales y grupos de presión regional que cuestionan simultáneamente las características del modelo de desarrollo fundado en la simple exportación de materias primas, dualización económica y externalización del excedente.

En conjunto, varias fisuras estructurales del Estado que, por lo general, se presentaron en la historia distantes en el tiempo, ahora se hallan articuladas en un momento que vuelve compleja su resolución.

Manifestantes bolivianos con Wiphala, bandera de origen andino; la palabra proviene del aimara y significa alegría, en mayo de 2005 (Vera Bolkovic/Wikimedia Commons)

 

Sin embargo, la resolución pactada de esta disputa por el poder podría darle al Estado boliviano la solidez y la proyección histórica que nunca pudo construir debido al carácter excluyente de su conformación y su persistente subordinación a fuerzas externas. El tránsito hacia un sistema estatal de democracia multicultural que incorpore a los pueblos indígenas como sujetos colectivos de ciudadanía y una profunda descentralización político-administrativa, autonómica o federal son caminos que, inevitablemente, tendrán que transitarse para reformar democráticamente los niveles decisionales del Estado en perspectiva de un nación y un Estado multicultural que permita una igualación de derechos y oportunidades de indígenas y no indígenas.

Igualmente, en términos económicos, la necesidad de romper el círculo de la pobreza emergente de la simple exportación de materias primas, además de promover modos alternativos de desarrollo de las estructuras comunitarias y tradicionales, se presenta como un desafío para los movimientos sociales y los liderazgos políticos que hoy debaten una mejor manera de salir del “neoliberalismo”. Para ello, una amplia participación directa del Estado en la propiedad, producción e industrialización del gas, el más importante recurso natural del país en las próximas décadas, será decisiva para reencauzar la economía de una nación condenada hasta hoy a ser rica en recursos naturales y pobre en el usufructo colectivo de esos recursos.

(actualización 2005 – 2015)

por Emir Sader

Primera fase: desvelamiento de la crisis del Estado

La Guerra del Agua dio comienzo al ciclo de insurrecciones populares que provocó cambios significativos en Bolivia a partir de los años 2000. La sublevación contra la privatización del sistema municipal de aguas de Cochabamba, la tercera ciudad más grande del país, marcó la ruptura con el consenso pasivo que el neoliberalismo había construido en los quince años previos. El proceso de privatización de los servicios públicos que, hasta ese momento, parecía irreversible, fue rechazado. La ley que preveía la privatización de la explotación y distribución del agua terminó revocada por el entonces presidente Hugo Banzer.  De manera inédita para la región, la movilización popular se articuló alrededor del movimiento indígena-campesino (regadores y productores de hoja de coca), lo que se repetiría a nivel nacional en torno de la candidatura del MAS en 2005 y 2009. En ese proceso, quedó expuesta la tibieza del movimiento neoliberal y la posibilidad de derrotarlo, lo que animó aún más a las fuerzas populares.

Esa primera fase de cambios puede denominarse “desvelamiento de la crisis del Estado”, una vez que los pilares de la dominación estatal (institucionalidad, ideas fuerza de legitimación y correlación de fuerzas entre gobernantes y gobernados) comenzaron a fracturarse irreversiblemente. Es el momento en que quedaron claras las contradicciones acumuladas durante siglos (Estado monocultural versus sociedad plurinacional; Estado centralista en oposición a la voluntad descentralizadora de la sociedad), y también las contradicciones de corta duración (nacionalización de las riquezas nacionales versus privatización; monopolización política en oposición a la democratización social).

Las sublevaciones de septiembre y octubre de 2000, que terminaron en el más largo bloqueo de las calles del país (duró 23 días), y la adhesión de los sectores populares a las nuevas ideas fuerza surgidas en el seno de la lucha reivindicatoria misma (asamblea constituyente, nacionalización de los hidrocarburos, entre otras) creó un nuevo campo de fuerzas. El bloque dominante mantenía el poder, pero comenzaba a disputarlo con las clases subalternas de la ciudad y del campo en las esferas ideológica, simbólica y territorial. Las ideas fuerza del neoliberalismo, que hasta entonces habían atraído pasivamente a las clases populares, comenzaban a deshacerse aceleradamente ante otras que crecían en el imaginario colectivo. Cuando eso dio lugar a la constitución de un bloque social con capacidad de movilización territorial y con voluntad de poder, es decir, con voluntad material de disputar palmo a palmo el control y la dirección de la sociedad, entramos en la segunda fase de transformaciones, la del “empate catastrófico”.

Segunda fase: el empate catastrófico

La cuestión no era solamente que los de arriba no podían seguir gobernando como antes, ni que los de abajo no querían seguir siendo gobernados como hasta entonces. Lo que ocurrió fue que los de abajo querían gobernar como nunca antes había ocurrido. Y tal determinación fue suficiente para paralizar el orden estatal de dominación; se construyeron así dos bloques de poder, con proyectos distintos, dos capacidades de presencia territorial, con liderazgos antagónicos disputando el orden estatal, y paralizando hasta cierto punto la reproducción de la dominación.

Por lo tanto, quedó configurado un empate entre ambos proyectos de sociedad, sin que uno de ellos resultara hegemónico, o sin que hubiera unicidad de poder. Esa fase duró de 2003 a 2008, período marcado por contradicciones originadas en la oposición entre dos proyectos de sociedad, de Estado y de economía irreversiblemente antagónicos, dos voluntades de poder irreconciliables.

La catedral gótica de San Lorenzo, en Potosí, Patrimonio de la Humanidad (Alaexis/Wikimedia Commons)

 

Tercera fase: capacidad de movilización convertida en poder

La tercera fase de transformaciones se presentó disfrazada en el empate catastrófico, hasta revelarse por completo en la sublevación política democrática por el voto, que llevó a la presidencia a Evo Morales, el primer presidente indígena y campesino de la historia boliviana, electo en 2005.

Hasta entonces, Bolivia parecía sufrir de una especie de atavismo colonial, que determinaba irremediablemente los papeles sociales: el ejercicio de la dominación estaba reservado a las clases ricas. A los indios les quedaba el papel del explotado, ya fuera campesino, sirviente, albañil, u operario.  Ese orden “natural” fue puesto patas arriba con la elección de Evo Morales. Los hijos de mitayos llevaron a uno de los suyos, un indio, un campesino, un trabajador, un aimara, a la presidencia de la República. Para la historia racista del país, fue como si la jerarquización social a partir del color de la piel y del apellido cultivada desde la época colonial se pulverizara ante la insolencia de un campesino indígena entrando en el Palacio de Gobierno. Así, los subalternos dejaban de serlo. Se volvieron gente común, presidente, gobernantes, para horror de las estirpes coloniales, que concebían el poder como una prolongación inorgánica de su sangre.

Esa insurrección del orden simbólico de la sociedad arrebató el gobierno a las clases dominantes, pero no su poder, lo cual constituyó la tercera fase de las transformaciones. Esta etapa comenzó con la asunción de Evo Morales, el 22 de enero de 2006, que develaría la contradicción antagónica entre un gobierno controlado por las clases populares y el poder del Estado, todavía en las manos de las clases acomodadas y de sus aliados extranjeros. Hubo una dislocación del antagonismo entre los dos proyectos de sociedad en el interior del Estado mismo y de las clases sociales del Estado –y exactamente ahí residía la novedad de la contradicción antagónica–. Nos referimos a la coyuntura política de un Estado dividido con el gobierno controlado por los insurrectos y el poder del Estado (lógica y mando institucional) en las manos de las clases dominantes. De cierta forma, se trataba también de la radicalización de la segunda fase del empate catastrófico. Pero la novedad de la dislocación territorial y clasista de ese “empate”, que se inscribía en la institucionalidad dinámica misma del Estado, requería tratarla como una fase específica.

Cuarta fase: el punto de bifurcación o momento jacobino de la revolución

La cuarta fase de transformaciones es la que llamamos punto de bifurcación y que, en un sentido más poético, podría denominarse también momento jacobino de la revolución. Se trata del momento en que los bloques antagónicos, los proyectos irreconciliables de sociedad que abarcan territorialmente a la sociedad y el Estado deben dirimir su existencia de manera abierta, desnuda, por medio de la confrontación, el último recurso que resuelve las luchas cuando ya no existen otras salidas. Eso fue lo que ocurrió entre agosto y octubre de 2008. El día 10 de agosto, el país fue a las urnas en un referendo revocatorio para decidir sobre la permanencia del presidente Evo Morales, el vice Álvaro García Linera y ocho gobernadores. El presidente y el vice fueron ratificados en sus cargos con el 67% de los votos. Fueron también ratificados los gobernadores de Oruro, Potosí, Tarija, Santa Cruz, Pando y Beni, y fueron revocados los de La Paz y Cochabamba.

Tras el fracasado intento de derribar al presidente Evo, la oposición de la derecha neoliberal de la “media luna”, que tenía presencia territorial no sólo en Santa Cruz, Beni, Pando, Tarija, sino también en La Paz, Cochabamba y Sucre, optó por el golpe de Estado. A comienzos de septiembre, sus militantes pasaron a controlar los aeropuertos de las principales ciudades de esos estados, impidiendo la llegada de las autoridades nacionales y hostilizando las fuerzas policiales locales. A partir del 9 de septiembre, se lanzaron a la ocupación y destrucción violenta de varios equipamientos del Estado. En dos días, más de 72 instalaciones gubernamentales fueron incendiadas, entre ellas el canal de televisión y la radio estatal, las oficinas de la empresa de telecomunicaciones, del servicio de impuestos internos y del INRA (Instituto Nacional de Reforma Agraria). Se trasladaron grupos armados para controlar o destruir –como ocurrió en Tarija– el gasoducto que llega a Brasil y las redes de distribución de hidrocarburos. En la localidad de Porvenir, en el estado de Pando, 18 líderes campesinos fueron asesinados y otros 30 desaparecieron por una acción de los golpistas, en un intento de dejar claro que no permitirían ningún intento de resistencia popular.

El gobierno, que ya preveía algún tipo de acción golpista por parte de la derecha después del resultado del referendo, esperó que ellos tomaran sus iniciativas, lo que los deslegitimó delante del pueblo y del mundo como fascistas, racistas y antidemocráticos. Sin embargo, a la primera muerte la respuesta fue contundente, veloz y firme. Pando, el eslabón más débil de la cadena golpista, fue tomado por los militares. Con el apoyo de las Fuerzas Armadas se puso en marcha un plan de movilización nacional, de combate a los golpistas. De todas las partes del país, de las comunidades, de las fábricas y los barrios, una estructura de movilización salió a las calles para defender la democracia y la revolución. La violencia de los golpistas horrorizó a la población. El presidente Evo Morales, al ordenar la expulsión del embajador norteamericano del país, los dejó sin estrategia y sin puente internacional. Los sectores que los apoyaban, asustados, comenzaron a abandonar a sus líderes, al mismo tiempo que la comunidad internacional condenaba el golpe. Ante la convergencia de las fuerzas sociales populares y las Fuerzas Armadas, los golpistas capitularon.

En verdad se trató de un hecho de fuerza, de una guerra social puntual, en la que los “regimientos” de bloques de poder en lucha se midieron cara a cara. Finalmente, los golpistas retrocedieron y se rindieron. Por lo tanto, allí reside el punto de bifurcación, en el encuentro de fuerzas en un escenario de combate social, donde el control del poder del Estado acaba en las manos del vencedor.

En esta cuarta fase, las contradicciones alcanzaron su epítome real, su origen y punto de llegada obligatorios como material estatal: el choque de las fuerzas materiales. La fuerza es el Estado en su condición de organización desolada y arcaica, en “última instancia”. En esa etapa, la contradicción antagónica por el control del poder estatal tendrá que realizarse y dirimirse en la base de la fuerza lograda, acumulada, hecha fuerza desnuda y nada más.

A raíz de esa lucha desnuda de fuerzas, o bien el poder era retomado por las antiguas clases dominantes, o era asumido por el nuevo bloque de poder emergente. No existían puntos intermedios ni posibilidad de mayor dualidad de poderes; era el momento de la consagración de la unicidad del poder. Por eso, hablamos de punto de bifurcación. A la victoria militar contra los golpistas, siguió otra, política, con la promulgación de la nueva Constitución en octubre de 2008. Pero el gobierno aún desarmaría un intento contrarrevolucionario del separatismo armado, organizado por el grupo La Torre y sus mercenarios contratados en Europa. Y el bloque nacional popular se consolidaría en el poder con la victoria electoral de Evo Morales en las elecciones presidenciales de 2009, en las que sacó el 64% de los votos, 10% más de lo que había registrado cuatro años atrás.

Quinta fase: la emergencia de las contradicciones creativas

La victoria electoral cerró la cuarta fase de transformaciones o la etapa de la época revolucionaria, y dio comienzo a la quinta. Ésta se caracterizará no sólo por la presencia de contradicciones entre bloques de poder antagónicos, entre proyectos de sociedad irreconciliables, como sucedía hasta entonces. En vez de eso, estará marcada por la presencia de contradicciones en el seno del bloque nacional-popular, es decir, por tensiones entre los propios sectores que protagonizan el proceso de transformaciones, puntualmente en torno a cómo llevarlo adelante. Así pues, se trata de contradicciones no simplemente secundarias sino creativas, porque tiene el potencial de mejorar el curso de la propia revolución. Cuando eso ocurre, las tensiones se vuelven fuerzas productivas objetivas y subjetivas de la revolución.

Balsa de totora sobre el lago Titicaca en la Isla del Sol, en Bolivia (Germarquezm/Wikimedia Commons)

 

Bibliografía

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Datos Estadísticos

Indicadores demográficos de Bolivia

1950 1960 1970 1980 1990 2000 2010 2020*
Población
(en mil habitantes)
2.714 3.353 4.217 5.369 6.794 8.495 10.157 11.913
• Sexo masculino (%) 49,86 49,53 49,33 49,32 49,56 49,78 49,89
• Sexo femenino (%) 50,14 50,47 50,67 50,68 50,44 50,22 50,11
Densidad demográfica 
(hab./km²)
2 3 4 5 6 8 9 11
Tasa bruta de natalidad 
(por mil habitantes)**
46,94 45,86 45,27 38,56 35,96 30,28 25,9* 23,1
Tasa de crecimiento
poblacional**
2,05 2,24 2,46 2,36 2,34 1,93 1,64* 1,44
Expectativa de vida (años)** 40,42 43,44 46,74 53,93 60,07 63,88 67,1* 69,6 
Población entre
0 y 14 años (%)
41,40 42,76 43,01 42,62 41,01 39,82 36,04 32,4
Población con
más de 65 años (%)
3,50 3,33 3,42 3,53 3,68 4,18 4,69 5,5 
Población urbana (%)¹ 33,85 36,76 39,78 45,45 55,58 61,83 66,43 70,44
Población rural (%)¹ 66,15 63,24 60,22 54,55 44,42 38,17 33,57 29,56
Participación en la población
latinoamericana (%)***
1,62 1,52 1,47 1,47 1,53 1,61 1,70 1,80 
Participación en la población
mundial (%)
0,107 0,111 0,114 0,121 0,128 0,139 0,147 0,154
Fuentes: ONU. World Population Prospects: The 2012 Revision Population Database
¹ Datos sobre la población urbana y rural tomados de ONU. World Urbanization Prospects, the 2014 Revision 
* Projecciones. | ** Estimaciones por quinquenios. | *** Incluido el Caribe.
Obs.: Informaciones sobre fuentes primarias y metodología de cálculo (incluidos eventuales cambios) se encuentran en la base de datos o en los documentos indicados.

Indicadores socioeconómicos de Bolivia

1950 1960 1970 1980 1990 2000 2010 2020*
PBI (en millones de US$ a 
precios constantes de 2010)
9.312,5 13.481,2 19.649,7 … 
• Participación en el PBI 
latinoamericano (%)
0,352 0,377 0,395
PBI per capita 
(en US$ a precios
constantes de 2010)
1.390,9 1.612,2 1.966,0
Exportaciones anuales 
(en millones de US$)
942,2 942,2 830,8 1.246,1 6.401,9
• Exportación de productos 
manufacturados (%)
3,0 2,9 4,7 28,9 6,4
• Exportación de producto
primarios (%)
97,0 97,1 95,3 71,1 93,6
Importaciones anuales
(en millones de US$)
574,4 775,6 1.610,2 5.590,2
Exportaciones-importaciones 
(en millones de US$)
367,8 55,2 -364,1 811,6
Inversiones extranjeras 
directas netas 
(en millones de US$)
90,5 26,1 733,6 650,8
Población Económicamente 
Activa (PEA)
1.679.091 2.607.354 3.549.038 4.588.855 5.854.804
• PEA del sexo masculino (%) 74,96 61,02 56,84 55,86 54,96
• PEA del sexo femenino (%) 25,04 38,98 43,16 44,14 45,04
Tasa anual de 
desempleo urbano (%)
7,20
Gastos públicos en 
educación (%) 
5,47 7,60
Gastos públicos en salud 
(% del PBI)²
3,67

 

3,64 … 
Deuda externa total 
(en millones de US$)
2.340,0 3.778,9 6.740,4 5.874,5 … 
Analfabetismo en la 
población con más de 15 años  (%)
13,80
• Analfabetismo masculino (%) 7,40
• Analfabetismo femenino (%) 19,60
Matrículas en el
primer nivel¹
609.174 856.933 1.097.661 1.492.023 1.429.084
 
Matrículas en el
segundo nivel¹
159.580 876.841 1.058.257
Matrículas en el 
tercer nivel¹
35.250 278.763
Profesores 112.238
Médicos° 657 2.143 2.853
Índice de Desarrollo
Humano (IDH)³
0,494 0,554 0,615 0,658
Fuentes: CEPALSTAT
¹ UNESCO Institute for Statistics
² Calculado a partir de los dados del Global Health Observatory de la Organización Mundial de la Salud
³ Funte: UNDP. Countries Profiles
* Projeccipon. | ** El año de 1960 contabiliza sólo el Ministerio de Salud.
Obs.: Informaciones sobre fuentes primarias y metodología de cálculo (incluidos eventuales cambios) se encuentran en la base de datos o en los documentos indicados.

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Conteúdo atualizado em 05/07/2017 21:07