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Brasil

Francisco de Oliveira (entrada original en versión impresa en 2007)

Emir Sader (actualización en 1 de septiembre de 2016, segunda actualización en 26 de agosto de 2021)

Nombre oficial República Federativa do Brasil
Localización Este de América del Sur, bañado por el océano Atlántico
Estado y gobierno República presidencialista
Idiomas¹ Portugués (oficial)
y lenguas indígenas locales en las áreas de reservas
Moneda Real
Capital¹ Brasilia (4.074.000 de hab. en 2014)
Superficie¹ 8.515.770 km²
Población² 195,2 millones (2010)
Densidad
demográfica²
23 hab./km²
Distribución de la población³ Urbana (84,34%) y
rural (15,66%) (2010)
Analfabetismo4 8,5% (2013)
Composición étnica¹ Blancos (47,7%), mulatos (mestizos de blancos y negros) (43,1%), negros (7,6%), asiáticos (1,1%), indígenas (0,4%) (2010)
Religiones¹ Católica romana (64,6%), protestante (22,2%) otras cristianas (0,7%), espiritistas (2,2%), otras (1,4%), ninguna (8%), otras católicas (0,4%), sin especificar (0,4%) (2010)
PBI (a precios constantes
de 2010)⁴
US$ 2.279 billones (2013)
PBI per cápita (a precios constantes de 2010)⁴ US$ 11.399,6 (2013)
Deuda externa bruta desembolsada⁵ US$ 227.700 millones
(2002)
IDH* 0,792 (2004)
IDH en el mundo
y en AL*
69.º y 14.º
Elecciones Presidente y vicepresidente electos por voto directo para un mandato de 4 años, con derecho a una reelección. El presidente designa su gabinete ministerial. Poder Legislativo bicameral (Congreso Nacional) compuesto por el Senado Federal con 81 senadores, tres por estado y Distrito Federal, electos directamente para mandatos de 8 años, con renovación intercalada de un tercio y dos tercios cada 4 años; y, Cámara de Diputados compuesta por 513 miembros, electos directa y proporcionalmente en los estados, para mandatos de 4 años. Senadores y diputados no tienen límites para la reelección.
Fuentes:
¹ CIA World Factbook
² ONU: World Population Prospects: The 2012 Revision Database
³ ONU: World Urbanization Prospects, the 2014 Revision
⁴  CEPALSTAT
⁵  IPEA/DATA
⁶  ONU/PNUD: Human Development Report, 2014

Como la mayoría de los países de América del Sur, Brasil nació de los dolorosos y crueles procesos de formación del Nuevo Mundo llevados a cabo por la colonización ibérica. Aquí renació también el Viejo Mundo. Una extraordinaria combinación: lo nuevo, que financiaba la acumulación de capital –en una época en que los metales preciosos eran la forma por excelencia del dinero–, provocó el renacimiento de lo viejo. Una colonización enteramente nueva, en cuyos objetivos se mezclaban la propagación de la fe cristiana, las factorías comerciales, la explotación de riquezas materiales y las conquistas territoriales. Con los americanos nació la modernidad. Éramos contemporáneos de ella, sus factores, junto con los conquistadores. Pero eso no quiere decir que no haya habido guerra y exterminio.

En Brasil, conforme a estimaciones más recientes y modestas, en el año 1500 habría habido un contingente de 2,5 millones de indígenas –denominación derivada de la suposición de haber llegado a las Indias por el Occidente– autóctonos, dispersos a lo largo y ancho de lo que es hoy el inmenso territorio brasileño. Un genocidio los redujo a poco más de 340.000 indígenas. Los sobrevivientes se concentran, sobre todo, en la Amazonia, y suman cerca de 180.000. Los escasos, más bien escuálidos, remanentes en el resto del país forman, en general, pequeños grupos, la mayor parte completamente aculturados e insertados en el más bajo estrato social, en condiciones de pobreza extrema. Fueron víctimas de una catástrofe epidemiológica equiparable a todas las grandes pestes europeas y asiáticas.

El sentido de la colonización fue mercantil, como lo señaló Caio Prado Júnior en la História econômica do Brasil, yendo, con un análisis más preciso, un poco más allá de la genérica noción de “explotación colonial” expuesta por los cronistas. La colonización mercantil se expresó primero en la extracción de la madera que le daría nombre al territorio que más tarde sería llamado “país del futuro”. Después de la extracción del palo Brasil, el país fue transformado en un emprendimiento productivo, en una colonia de producción o de explotación, con la introducción de la caña de azúcar. Los portugueses la habían transportado de África hacia la isla de Madeira y la transformaron en una actividad productiva, combinando cultivo e industria.

La posesión de la tierra fue pronto definida por las capitanías, después por las sesmarias [organización reguladora que distribuía las tierras cediéndolas a los colonos y empleados del gobierno] de providencia real. La concentración agraria se volvería uno de los pilares de la estructura económica, social y política de la colonia, y se prolongó varios siglos más, reforzada por el éxito de la exploración. Este éxito despertó también la codicia internacional: Francia y Holanda no sólo deseaban la enorme posesión de la Corona portuguesa, sino que llegaron a invadirla. Los primeros, es verdad, por poco tiempo, en Maranhão y en Río de Janeiro aún en el siglo XVI, y los segundos durante el primer cuarto de siglo XVII en el Nordeste azucarero, donde disputaban el azúcar y el tráfico de esclavos. Inglaterra pirateó siempre que pudo, hasta transformarse primero en la patrullera de los mares y después en patrona de la extinción del tráfico negrero.

Orígenes de la esclavitud

Haya sido por la necesidad de mano de obra –porque la población autóctona no era apta para trabajos regulares y huía hacia remotos parajes–, o por las oportunidades ofrecidas por un gran negocio, pronto –ya en el siglo XVI– el comercio de esclavos negros africanos se transformó en otro pilar fundamental de la economía colonial, imprimiendo su marca a hierro y fuego en el cuerpo de los esclavos y de la sociedad. Como ha dicho el historiador Luis Felipe de Alencastro (en O trato dos viventes), la colonia americana era el lugar de producción, y el África negra, el de reproducción.

Probablemente, no menos de 4 millones de africanos negros llegaron a Brasil, de una suma total de 10 millones, que se distribuyeron también por la América española, por las Antillas francesa, británica, holandesa y dinamarquesa, y especialmente JamaicaCuba y los Estados Unidos. Ese estigma fue el origen de algunos problemas hasta hoy irresueltos, incluso después de que la economía –ya brasileña y enteramente capitalista– llegó a ser la segunda de mayor crecimiento en el siglo que abarcó, aproximadamente, de 1870 a 1970.

Despellejar esclavos era el gran negocio

El par señor-esclavo asentó las bases de una estructura social bipolar, sobre la que se erigió la mayor parte de la nación. Casa-Grande & Senzala, de Gilberto Freyre, de la generación de 1930, fue la obra que rompió los clichés de la antropología racista acerca del mestizaje de las razas. En el siglo XIX, la región Sur y parte de la región Sudeste se diversificaron étnica y estructuralmente con la llegada de inmigrantes de la Europa empobrecida.

Durante un breve tiempo, El Dorado estuvo en los aluviones y en las profundidades de las Minas Gerais. Todavía hoy se puede visitar en los fondos de los pozos de las minas, en Ouro Preto, la muerte dorada de miles de negros, que eran sometidos durante semanas enteras prácticamente enterrados en los socavones. Sus vidas sirvieron para enmarcar en oro la actual gloria de capillas y matrices del barroco brasileño.

De ese hecho surge otra diferencia esencial en toda la colonia: con las reservas de reproducción en África, el esclavismo fue un sistema duramente predatorio. La expectativa de vida de un esclavo en Brasil no superaba en mucho los treinta años. En cambio, la madre negra quedó en la nostalgia de las generaciones de blancos que se alimentaron con su leche y con sus leyendas de África, porque los esclavos domésticos tenían una vida excepcionalmente larga. Los esclavos de los ingenios y los de la labranza morían pronto. El deslumbramiento causado por la figura de la esclava, incluso para el disfrute machista de la elite blanca, sobrevive, de cierta forma, en la alabada sensualidad negra y mulata del carnaval carioca, y es retratado por el bellísimo poema Essa nega Fulô, de Jorge de Lima.

Despellejar al esclavo hasta el alma era buen negocio para los propietarios y para los traficantes. Los Estados Unidos, con una antigüedad de casi un siglo como colonia, albergan hoy a más de de 300 millones de habitantes, mientras que Brasil, que asustó a los demógrafos malthusianos a mediados del siglo XX porque crecía a tasas de 3,5% anuales, tiene apenas cerca de 186 millones. Queda claro que el excepcional crecimiento demográfico norteamericano es fruto también de la intensa migración europea atraída “para hacer la América”, que continuó hasta comienzos del siglo XXI, cuando fue sustituida por la migración de latinoamericanos.

El monte Pascoal, considerado el primer punto avistado por Pedro Álvares Cabral (Wikimedia Commons)

A pesar del “exclusivo colonial”, esto es, de la parte del león que quedaba para la metrópoli portuguesa, los “negocios de Brasil” crecieron y prosperaron. Desde el primer momento, la colonia era una especie de gigante que no pasaba por la estrecha garganta de la metrópoli. El desarrollo colonial fue rápidamente transformando la metrópoli. El símbolo de esa inversión es la extravagancia de la mudanza de la sede del Imperio hacia Brasil, en 1808, cuando la corte entera, capitaneada por doña María I, la Loca, y su hijo regente don João, después rey don João VI, partió en precipitada carrera, huyendo de las tropas napoleónicas del general Junot.

El sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos habla de su país como de una semiperiferia, arruinado entre Europa –a la que finalmente se unió ya en las últimas décadas del siglo XX– y un imperio demodé, en África, que no consiguió entrar en la división internacional del trabajo ya superada por la segunda Revolución Industrial. Una encrucijada que produjo la tragedia africana y el embotamiento portugués.

Unitarismo en la monarquía americana

El comercio y las actividades productivas movidas por el brazo esclavo mantuvieron y reforzaron la concentración agraria. La minería y el comercio del oro tuvieron su apogeo y decayeron. Lo mismo ocurrió con la cría de ganado suelto por la planicie del Sur y por los sertones áridos del Nordeste. La conjunción de las dos expansiones ganaderas llevó al país a tener el mayor rebaño bovino del mundo, solamente superado por la India, donde la vaca es sagrada, y por eso improductiva. Después del advenimiento del llamado trabajador libre, el Sur vio la diversificación de sus actividades, mientras decaían las del Norte agrario, especialmente en lo que sería el Nordeste.

Al pasar del siglo XIX al XX, tuvo lugar el auge del caucho en la Amazonia, después de que Goodyear, la fábrica norteamericana de neumáticos, vulcanizó el látex. Miles de nordestinos, en la mayor transmigración interna vista hasta ese momento, marcharon a la selva a convivir con la malaria y el paludismo, y recalaron en Bolivia, donde el cearense Plácido de Castro lideró, ya en el siglo XX, la anexión del Acre, hoy un estado brasileño. El expansionismo territorial brasileño terminó allí, por la pericia diplomática del Barón del Río Branco. Se construyeron teatros dorados en Manaus, donde hasta el tenor italiano Enrico Caruso (1873-1921) cantó.

El oro verde –el café– de las barrancas del Paraíba do Sul, en Río de Janeiro, despuntó en las últimas décadas del siglo XIX; luego marchó hacia el oeste, por el interior de São Paulo hacia el valle del Paraíba, hasta llegar al Oeste paulista. En el siglo XX, la caficultura tomó por asalto São Paulo y llegó al norte paranaense. Ya avanzado el siglo pasado, se convirtió en la mercancía más importante del comercio mundial, sólo superado por el petróleo.

Los cambios en la estructura social, en la forma de explotación de las riquezas,
en la estructura de la propiedad, en el estatuto del trabajo, y los inmigrantes extranjeros –italianos, españoles y portugueses, alemanes y una miscelánea proveniente de Europa central, y por último japoneses– que sustituían el trabajo esclavo en las regiones en curva ascendente de prosperidad sacudieron las estructuras políticas del rígido (aunque remozado) unitarismo de la única monarquía del continente. El país real era una confederación de oligarquías locales y a veces regionales, que combinaba los poderes económicos con los políticos de facto.

Un panorama de la ensenada de Botafogo, en Río de Janeiro (Leandro Ciuffo/Creative Commons)

Truncamiento precoz

Brasil estuvo, verdaderamente, convulsionado por todas partes: la Infidencia Minera en 1789 –que no llegó a tener verdadera expresión militar y, por lo tanto, liberadora–, las revoluciones liberales del ciclo nordestino (1817, 1824, 1848), con la guerra de la Independencia de por medio. Se trató de una guerra, pues, si en el Sudeste los hechos fueron relativamente pacíficos, la guarnición militar portuguesa sólo pudo ser expulsada de Bahía casi dos años después. Hubo todavía una regencia autoritaria que gobernaba en nombre del emperador menor de edad y blandía por la espada de los Lima e Silva, incluso del futuro Duque de Caxias, el proyecto autocrático de la burocracia. Período conturbado, pero decisivo, la regencia derrotó la Cabanagem en Pará, la Balaiada en Maranhão, la Revolta dos Malês en Bahía, las revoluciones del ciclo nordestino ya citadas y la Farroupilha en Rio Grande.

Fue un duro recorrido, desde el Quilombo dos Palmares, en lo que actualmente es el Estado de Alagoas, hasta que el país desembocó, sin tempestad (en nuestra historia hasta la meteorología falla), en la abolición de la esclavitud, en 1888. Pero, dijo un consejero del Imperio: “Libera una raza y pierde una corona”. Golpeaba a las puertas la República.

Desde muy temprano, por lo tanto, se estructuraron los elementos del truncamiento brasileño, aun cuando no se adopte como punto de vista un desarrollo histórico lineal. El truncamiento alimentó la autoironía, cáustica a veces, pero sobre la base de hechos reales: una independencia urdida por los liberales, pero que se hizo manteniendo a la misma familia real en el poder; un segundo emperador que pasó a la historia como sabio y no dejó una sola palabra escrita –salvo cartas de amor, al final descubiertas, un tanto intrascendentes–; una abolición pacífica, que devoró las entrañas de la monarquía; una república hecha por militares conservadores más autócratas que el propio emperador. En una síntesis no sarcástica: un desarrollo conservador a partir de rupturas históricas libertadoras, una película de nunca acabar.

Menos latinoamericanos que los vecinos

En las Américas, Brasil tiene una extensión sólo superada por el helado Canadá y los Estados Unidos. Representa un quinto del territorio total de América, más de un tercio de América Latina y casi la mitad de América del Sur. El país fue empujando el meridiano del Tratado de Tordesillas hacia el oeste, hasta dar en los Andes. Anexó Uruguay una vez, como provincia cisplatina, tomó territorios de Paraguay en aquella guerra infame, todo conforme a la tradición de la formación de los Estados nacionales en la vieja Europa y en los Estados Unidos. En ese punto no hubo diferencias.

Anexó Acre, por entonces una provincia boliviana, como un hecho consumado de la expansión del frente de explotación del caucho. El expansionismo territorial concluyó recién en el siglo XX. La historia brasileña, surgida del mismo movimiento de expansión del mundo, presenta, sin embargo, algunas singularidades distintivas: los brasileños son menos latinoamericanos que sus vecinos.

Existen marcadas diferencias entre los aborígenes que poblaban el territorio de la América portuguesa en el año 1500 y los pueblos autóctonos de otros países de América Latina. Las sociedades del territorio brasileño pre- “descubrimiento” eran más tribales en el plano de la organización, aunque revisiones y avances en los estudios antropológicos, arqueológicos y paleontológicos hayan condenado el viejo estigma del indígena brasileño como “salvaje”, puro nómada, sin agricultura. En realidad, la propia Amazonia abrigó sociedades agrícolas muy estables, aunque, en este caso sí, sin el uso de metales. Algunos productos, como la mandioca y el maíz, ya se cultivaban.

El parentesco de la conquista portuguesa con su equivalente española no esconde enormes diferencias, salvo su lengua madre: la única población americana de habla portuguesa es la brasileña, lo que habría dificultado sus relaciones con los demás pueblos. En realidad, la dificultad mayor se debió a los conflictos heredados de la época de la colonia que se proyectaron en las nuevas naciones y nacionalidades, sobre todo en las relaciones con los socios del actual Mercosur: Uruguay, Argentina y Paraguay.

Aunque las dos metrópolis fueran igualmente ibéricas, las colonizaciones portuguesa y española diferían sobre todo por la base productiva, pero también por la transferencia de instituciones de la matriz y su adaptación a las condiciones de la colonia.

Colonización ibérica, pero singular

La colonización española no era, en absoluto, un régimen sin ley, aunque su aplicación en las colonias dependiera mucho del poder local y recurrir a la metrópoli fuera casi inviable. La colonización portuguesa en Brasil fue mucho más laxa. En ella nunca hubo nada parecido a la encomienda y a la mita (sistemas de trabajo obligatorio de los indios en la agricultura y en las minas) de los territorios de la Corona española –salvo en las breves y destruidas reducciones jesuíticas de los guaraníes en el sur de Brasil–. En contrapartida, la esclavitud en Brasil alcanzó una escala sólo comparable a las de Cuba, Jamaica y el sur de los Estados Unidos.

Religión común, el severo catolicismo romano de la época de la Contrarreforma fue implantado en Brasil con el predominio de la Compañía de Jesús, mientras que en los territorios coloniales de España hubo mayor equilibrio entre las diversas grandes órdenes católicas. El sincretismo religioso con el catolicismo y las creencias africanas dio origen a una rica galería de dioses y diosas; mientras que, entre los hispánicos, ocurrió un fenómeno semejante, pero con las deidades indígenas. En ambos casos se generaron religiones populares y la religión de los dominantes trató de construir “santos” y “milagros”, como los casos de Nuestra Señora Aparecida, en Brasil, y la Virgen de Guadalupe, en México.

El Senado aprueba la ley Áurea que abolió la esclavitud en el país, en 1888 (Wikimedia Commons)

Los procesos de resistencia al conquistador fueron diferentes en grado y carácter. Al no encontrar una “civilización” que pudiera oponerle gran resistencia cultural, y también por el carácter “primitivo” –con todo el respeto antropológico– de las poblaciones autóctonas, la dominación portuguesa fue más “suave”, cuando se la compara con la “crueldad” española. En verdad, en el fondo se trataba, para los españoles, de destruir culturas cuyo grado de refinamiento se equipara, muchas veces con ventaja, a la europea. Algunos conocimientos mayas sobre el universo eran, sin duda, superiores a los de sus conquistadores.

Continúa sorprendiendo a los historiadores que un puñado de aventureros temerarios haya conquistado el Altiplano andino, la meseta mexicana y el inmenso territorio brasileño, habitados por poblaciones mil veces mayores que las de los invasores. En una demostración de esa temeridad, Hernán Cortés mandó a quemar las naves en Veracruz, para no retroceder en la conquista de México. En cambio, en Brasil no existe ningún gran héroe indígena antiportugués: el carácter bastardo de la propia colonización, que diezmó más por el desastre epidemiológico que por la matanza, no cristalizó ningún mito; o, por el contrario, todos los mitos construidos lo fueron bajo el signo de la cordialidad: João Ramalho y Bartira, portugueses e indias fundando Brasil. No hubo un Cuauhtémoc o un Tupac Amaru.

Monarquía negociada

Puede decirse lo mismo de las guerras de la independencia y de sus procesos. Hubo guerras, como ya hemos visto, sobre todo en Bahía, pero la solución “brasileña” de la conciliación –anterior al “transformismo” lampedusiano de la Italia del Risorgimento– nos quitó también un héroe de la independencia. En lugar de Bolívar, San Martín, Miranda, Sucre, O’Higgins, fue el propio príncipe heredero de la Corona portuguesa quien se convirtió en emperador de Brasil. El mismo Don Pedro I rey de Portugal, que también lo fue a su regreso a la metrópoli (Don Pedro IV), quedó para los brasileños –por la intensidad de su vida conturbada y hasta un cierto desenfreno lúbrico– como una broma más que como un héroe. La solución “brasileña” de una monarquía no se repitió en las Américas.

Las “especificidades” brasileñas fueron saludadas después, por las nuevas ciencias sociales del país, con Gilberto Freyre y Sérgio Buarque de Holanda, sobre todo en libros como Casa-Grande & Senzala y Raízes do Brasil. El primero con el elogio de la plasticidad portuguesa, de la pasividad católica, sin la vergüenza anterior que estigmatizaba el encuentro de las “tres razas tristes” formadoras del carácter brasileño, héroe sin ningún carácter, Macunaíma, personaje ya clásico de Mário de Andrade; sino más bien con una apuesta a la capacidad de ese pueblo mestizado. El segundo, más weberiano, viendo ventajas en el iberismo, pero señalando las fallas que repercutirían en los problemas futuros de la indistinción entre lo público y lo privado, del patrimonialismo brasileño, de la molicie católica, dando como resultado un rigor ético que se proyectó de la vida privada a la pública.

Richard Morse, historiador norteamericano, en El espejo de Próspero, se alineó con Freyre y Buarque de Holanda en el elogio del iberismo, apuntando hacia el rigor protestante como fuente de la intolerancia que ya puede verse en América del Norte con los pilgrims y que hoy George W. Bush nos refriega en la cara.

El conjunto de especificidades, tanto de Brasil como de los países de herencia española, creó dos mundos diferentes, que se comunicaron mal durante siglos. En verdad, los conflictos coloniales sumados al posterior desarrollo capitalista ligado a las nuevas metrópolis imperialistas y a las formas internas diferentes de dominación llevaron a que las Américas portuguesa y española se dieran la espalda. Y las espaldas de Brasil son largas: tiene fronteras con todos los países de América del Sur, excepto con Chile y Ecuador.

El hecho de que todos los países se transformaran en productores de mercancías de origen primario para el mercado internacional concentró los mejores esfuerzos nacionales de la región en los intercambios con Europa y los Estados Unidos –y a partir de la segunda mitad del siglo XX, también con Japón–. En el siglo que pasó, todo el continente conoció procesos de industrialización orientados al mercado interno, de “sustitución de importaciones”, lo que quiere decir que todos, casi al mismo tiempo, intentaron crear estructuras productivas similares, luego competitivas entre sí.

Indiferencia y problemas comunes

Desde su fundación, en 1948, la Comisión Económica para América Latina (CEPAL) intentó inyectar perspectivas integracionistas en los dos tipos de formación. De sus esfuerzos nació la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), proyecto ambicioso de integración continental que incluyó a México. Como táctica para llegar hasta allí, hubo procesos intermedios en escala subregional, que reunieron a países de similar grado de desarrollo: el Mercado Común Centroamericano y el Pacto Andino.

Brasil, en un principio, participó con sus mejores esfuerzos, dando a la ALALC su primer secretario general, Rômulo de Almeida, pero sus dictaduras militares (a partir de 1964) volvieron a privilegiar la integración con el núcleo desarrollado del sistema capitalista. En consecuencia, abandonó el proyecto de integración regional, un truncamiento todavía mayor de la estructura productiva y una pesada deuda externa, que pasó a constituir un componente estructural del tipo de desarrollo con dependencia financiera.

La caída de las tasas de crecimiento en el conjunto de América Latina y el derrumbe de las dictaduras militares, en la década de 1980, dieron una nueva oportunidad al proyecto integracionista. En aquel momento, la dimensión de las deudas externas indicaba que el proyecto de integración con el centro desarrollado no era viable, salvo a costa de la total pérdida de autonomía y soberanía nacionales. México abandonaba, entonces, todo proyecto latinoamericano y optaba por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA); se convertía así, a partir de los años 90, en uno de los mayores exportadores hacia los Estados Unidos, pero con resultados internos insignificantes en lo que atañe a la mejoría de los salarios, la creación de empleos formales y la mejor distribución de los ingresos.

México vio a su bella capital, la región más transparente según Carlos Fuentes, transformarse en un gran suburbio high-tech. Brasil, la Argentina, Uruguay y Paraguay optaron por la creación del Mercosur, bajando un poco las ambiciones de la ALALC. Los resultados del Mercosur –al cual se asociaron Chile y Bolivia como miembros no plenos, seguidos en 2005 por Venezuela– en el corto plazo pueden ser calificados de excepcionales, en el sentido de que el comercio entre los países se volvió parte del mecanismo estructural de reproducción de sus economías: la proporción del comercio del Mercosur en las economías de los países miembro muestra que, ahora, cada uno de ellos es vital para los otros.

Consenso de Washington en boga

El Mercosur, sin embargo, se encontró con una contradicción: pocos años después de su implementación (1991), entraron en escena nuevas correlaciones de fuerzas en la estructura política de los países miembro, cuyos gobiernos optaron claramente por la agenda neoliberal del Consenso de Washington como pauta para el desarrollo. Carlos Saúl Menem, en la Argentina, y Fernando Henrique Cardoso, en Brasil, lideraron el nuevo movimiento de integración con el centro desarrollado y obtuvieron, en el corto plazo, resultados que parecían confirmar el acierto de la opción: una baja notable y radical de las tasas de inflación y un movimiento de recepción de capitales que parecía duradero y prometedor.

Mientras la Argentina obtenía tasas de crecimiento excepcionales con su modelo de cambio fijo (paridad entre el peso y el dólar), el Brasil neoliberal de Fernando Collor de Mello (1991-1992) se sumergía en la recesión. En los ocho años del gobierno de Fernando Henrique Cardoso (1995-2002), el país registró una expansión económica un poco mayor que la del crecimiento de la población, aproximadamente 2,3% al año, lo que dio una tasa de crecimiento per cápita claramente insuficiente: 0,8% en promedio. En el primer año de Luiz Inácio Lula da Silva (2003), el crecimiento del producto bruto interno (PBI) fue de un escaso 0,5%, para saltar en 2004 a cerca del 5% y retroceder al 2,4% en 2005. En síntesis, Brasil pasó a vivir un crecimiento errático y no sustentable.

El Mercosur hizo oídos sordos a la lección europea de que la integración es un proyecto que no debe ser conducido por el mercado, sino que, al contrario, requiere no sólo una fuerte voluntad política sino también la implementación concreta de mecanismos e instituciones que conviertan en irreversible la reproducción de las economías. La desregulación, las privatizaciones, la disolución del precario Estado de bienestar (que precarizaban el todavía malformado mercado de trabajo), y las políticas cambiarias suicidas (el peso a la par del dólar durante casi una década en la Argentina y el real, durante tres años en Brasil) anularon, en la práctica, las ventajas del comercio intrarregional. Fue el precio que los gobiernos neoliberales pagaron para obtener éxito rápido en el control de la inflación.

Giro a la izquierda después de la onda onda neoliberal

Muy pronto acabaron las pretensiones brasileña y argentina de alcanzar el Primer Mundo. Una monumental crisis de la deuda externa puso a ambos países, en 1999 y 2001 respectivamente, de rodillas frente al capital especulativo internacional, sometidos casi completamente a los dictados del FMI. La aguda crisis argentina hizo retroceder al país austral a los niveles pre-Perón. La crisis brasileña, aunque menos profunda, fue suficiente para anular el progreso obtenido con el control de la inflación. Esa contradicción aún frena el avance del Mercosur: Uruguay y Paraguay poco pudieron hacer ante la crisis de sus grandes vecinos y principales socios comerciales.

La conjunción de nuevos gobiernos salidos de las urnas, empujados por la decepción que causaron los resultados del neoliberalismo y la agenda del Consenso de Washington, en Brasil (Luiz Inácio Lula da Silva), en la Argentina (Néstor Kirchner), después en Uruguay (Tabaré Vázquez), y un gobierno renovado en Paraguay –aunque no se pueda hablar de un giro a la izquierda en el país guaraní–, puede ayudar a superar los callejones sin salida del Mercosur. La aproximación cada vez mayor de Venezuela está trayendo fuerza y recursos al bloque, al que el gobierno de Hugo Chávez se asoció formalmente y en cuya agenda ya está influyendo.

Las contradicciones, sin embargo, no están superadas: en 2006, la Argentina crecía a una velocidad récord, aun en comparación con los primeros años de Menem, y el gobierno de Lula superaba la tasa negativa de su primer año, pero continuaba dependiendo fuertemente de la expansión del mercado mundial (específicamente, de China), para vender las commodities del agronegocio y de las minas de hierro de Carajás. La Argentina mostró, trágicamente, que era la deuda externa la traba para su crecimiento; aprovechó la moratoria para volver a crecer y rebajar el 75% de su deuda externa.

Brasil, entretanto, permanecía amarrado al nudo de la “financiarización” que sustenta la acumulación de capital en condiciones de forzada obsolescencia de las industrias de punta. Sería mejor que aprendiese la lección argentina, antes de caer en una gran crisis para seguir una receta diferente. Al final de su primer mandato, Luiz Inácio Lula da Silva mostraba un desempeño externo extraordinariamente comercial, sin una alteración de la estructura interna de la acumulación de capital, y profundizaba la condición de productor de commodities de bajo valor agregado.

Las aperturas hacia Venezuela y Cuba eran promisorias, pero sería necesario probar no sólo que las relaciones regionales podrían sustituir con ventajas las relaciones con el mundo desarrollado, sino ir más allá: ¿serían el bloque y los acuerdos regionales capaces de destrabar el bloqueo de la pésima distribución del ingreso del país? En otras palabras, ¿el Mercosur y los nuevos socios serían requisitos para el proyecto de un desarrollo nacional –e intrarregional– autónomo y redistributivo? ¿Serían reformas o meras ventajas comerciales?

Vértigo: quinientos años en cincuenta

Juscelino Kubitschek, presidente brasileño entre 1956 y 1960, acuñó el eslogan “Cincuenta años en cinco”. Prometía hacer avanzar al país medio siglo durante su mandato de apenas cinco años. Kubitschek fue, además, el primer presidente descendiente de inmigrantes que no provenían de los originales conquistadores portugueses. Su ascensión política, con la desventaja de una ascendencia materna de Europa central –checa, por lo que consta–, era señal de las intensas transformaciones que Brasil experimentaba desde la década de 1930. El período de 1930 a 1980 puede ser sintetizado, parodiando el eslogan de Kubitschek: el vértigo de la aceleración de quinientos años de desarrollo en cincuenta años de historia.

La Revolución de 1930, de acuerdo con el historiador brasileño Boris Fausto, no fue, ni de lejos, un “rayo en un día de cielo azul”: tendencias de ruptura se acumulaban en todas direcciones, casi desde el mismo principio de la República, en 1889. Rebeliones militares, sobre todo en el Ejército, estudiadas por la historiografía y la ciencia política como el ciclo del tenientismo, se sucedían casi en cascada. En ese ciclo se inscribe la legendaria Columna Prestes, que marchó hacia el interior de Brasil por más de 24.000 kilómetros, comandada por Miguel Costa y Luiz Carlos Prestes, capitán del Ejército que más tarde se convirtió en figura mítica –Prestes ingresó después al Partido Comunista Brasileño, en el cual permanecería por décadas como secretario general–.

El Ejército funcionaba como caja de resonancia del anacronismo de las instituciones, sobre todo del enanismo del Estado brasileño frente a una sociedad que ganaba en complejidad y una economía que ya requería la intervención del Estado. El pensamiento autoritario dominante en las protociencias sociales de comienzos del siglo, fuertemente influido por el positivismo (también presente en la formación de los militares del Ejército), exigía un Estado que organizara la nación, interrumpiendo la dinámica anárquica y centrífuga de la federación fundamentada en clanes regionales. Una protociencia política derivada de una antropología à la Gobineau (teórico del racismo y amigo de don Pedro II) que anatematizaba la herencia de las “tres razas tristes”, después revalorizadas por los demiurgos de la generación de 1930.

Parto conturbado del nuevo siglo

Las turbulencias y los movimientos civiles localizados denunciaban el anacronismo institucional ya a comienzos del siglo XX. Fue el caso de la Revuelta de Vacuna, en Río de Janeiro, en 1904, cuando la población se rebeló contra la campaña de Osvaldo Cruz –el patrono de la investigación biológica y de la moderna salud pública brasileña– para erradicar la viruela y la fiebre amarilla. Las enfermedades eran devastadoras en aquel momento, en un Río deslumbrante pero envuelto en miasmas peligrosas. Reformas urbanas en Río de Janeiro (entre 1903 y 1906), São Paulo y Recife, y la fundación de Belo Horizonte (1897) constituyeron un doble emprendimiento: de saneamiento y ampliación del mercado inmobiliario.

Una campaña por el servicio militar obligatorio, liderada nada menos que por el entonces príncipe de la poesía brasileña, el parnasiano injustamente olvidado Olavo Bilac, buscaba transformar el Ejército de una tropa insignificante en una expresión del vigor nacional, además de atribuirle una tarea civilizadora –cumplida después por el mariscal Cândido Rondon–. A pesar de rugir como un león, los efectivos del Ejército no pasaban, en 1920, de 20.000 soldados, en un territorio de 8,5 millones de kilómetros cuadrados, después del auge alcanzado en la guerra contra el Paraguay.

La política económica estaba dominada por los intereses de la oligarquía paulista, hecha a medida para privilegiar a los cafetaleros: la llamada “valorización del café”. Incluso, en un modelo económico exportador de productos primarios, con el Estado liderado por una poderosa oligarquía liberal y fuertemente antiindustrializante, ya aparecía el intervencionismo estatal que después fue asumido por el gobierno federal con Getúlio Vargas, a partir de 1930.

La cuestión social, incipiente, tratada por la República Vieja como un “caso de policía”, ya forzaba las puertas de un sistema político anacrónico y tendría un peso importante en la historia brasileña del siglo XX, con dos momentos importantes por lo menos: en el comienzo de los años 1920 y en el inicio de los años 1980. Las huelgas operarias importantes de las dos primeras décadas del siglo XX desembocaron en 1922 en la fundación del Partido Comunista de Brasil (más tarde brasileño), como una sección de la III Internacional.

El PCB nació de una conjunción de obreros, intelectuales y militares. No por casualidad parte del tenientismo ingresó a él: Luiz Carlos Prestes, Agildo Barata y Apolônio de Carvalho. El partido desempeñó un papel importante a lo largo de la historia brasileña. El Partido de los Trabajadores (PT), creado seis décadas después, reestructuró la presencia de las clases trabajadoras en la política. Su formación siguió casi el mismo modelo, con excepción de la presencia de los militares, pues el PT se formó en plena dictadura militar del período 1964-1984.

Vargas, constructor del Estado unitario

Getúlio Vargas reformó el Estado brasileño, imprimiéndole, por primera vez, una fuerte centralización, pues el unitarismo del primero y segundo imperios era, a los efectos administrativos, casi una ficción. La era Vargas significó intervención en los Estados, derrumbe de viejas oligarquías y promoción de nuevos liderazgos. Anuló la política de “valorización del café” y realizó una operación keynesiana avant la lettre, al quemar las existencias para garantizar el precio externo del producto, operación brillantemente analizada por Celso Furtado en su clásico Formação Econômica do Brasil.

La comitiva de Getúlio Vargas (en el centro) fotografiada por Claro Jansson durante su paso por Itararé (São Paulo) camino a Río de Janeiro tras la victoriosa Revolución de 1930 (Claro Jansson/Wikimedia Commons)

Getúlio también instituyó las carreras civiles en el Estado bajo el paradigma weberiano meritocrático. Creó el Ministerio de Aeronáutica y la Fuerza Aérea Brasileña, que antes era apenas una sección aérea del Ejército. Envió un modesto contingente militar, la Fuerza Expedicionaria Brasileña (FEB), para combatir en el frente italiano de la Segunda Guerra Mundial. Organizó la producción en sectores vitales, con el Instituto Brasileño del Café (IBC), el Instituto del Azúcar y del Alcohol (IAA) y el Instituto de la Sal. Federalizó y estatizó el comercio exterior; creó, en el Banco de Brasil, la Cartera de Comercio Exterior y la Cartera de Crédito Comercial. Deshizo las fronteras económicas entre los Estados, anulando los impuestos interprovinciales sobre exportación e importación, e instituyó el impuesto de consumo. Unificó el sistema fiscal, creando el mercado a escala nacional.

En su primer gobierno, de 1930 a 1945, cambió el estatuto del trabajo en la sociedad y en la economía, con la Consolidación de las Leyes del Trabajo (CLT) y fundó –tomando prestado del movimiento de algunas categorías de trabajadores y, en algunos casos, usurpándola– la previsión social. Instituyó el salario mínimo como horizonte del cálculo económico y, en las grandes ciudades e industrias, como realidad.

En su segundo período (1950-1954), electo con el voto popular por el Partido Laborista Brasileño (PTB, Partido Trabalhista Brasileiro), Vargas emprendió con decisión la segunda Revolución Industrial en el país. Petrobras fue la referencia por excelencia de ese período, interrumpido por su suicidio en agosto de 1954. La estatal del petróleo se fundó contradictoriamente siguiendo la experiencia de los militares con su discreta participación en Italia ya en los estertores de la Segunda Guerra Mundial, sabiendo que un Ejército sin petróleo, en las nuevas guerras motorizadas, era inútil, y al mismo tiempo consciente de la dependencia externa de las fuentes de combustible.

La dominación burguesa se consolida

Vargas fundó la siderurgia y obtuvo –aún durante la guerra– del presidente norteamericano Franklin Roosevelt la primera gran usina de fabricación de acero: la Companhia Siderúrgica Nacional (CSN), instalada en Volta Redonda (Río de Janeiro). Emprendió, con la creación de Eletrobrás, un programa de electrificación que solamente tomaría forma completa durante la dictadura militar de 1964-1984. Creó el Banco Nacional de Desarrollo Económico (BNDES), una institución sin par en la experiencia mundial, financiadora de la acumulación de capital en el país. Creó los bancos regionales de fomento, el Banco del Nordeste de Brasil y el Banco de la Amazonia.

En el plano económico, Vargas centralizó el cambio, practicando una política cambiaria de franco subsidio a las importaciones de máquinas y equipamientos, con un ingenioso sistema de jerarquización de las prioridades y cambio múltiple por medio de subastas, para horror de los liberales brasileños y de las instituciones monetarias internacionales. Dio comienzo al proceso de institucionalización de la investigación científica en el país, con la creación del Consejo Nacional de Investigación, hoy Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (CNPq).

Getúlio Vargas fue el verdadero constructor de la dominación burguesa de clase más amplia en Brasil. El largo período de 1930 a 1984, con su secuencia de golpes, puso en evidencia un formidable y permanente ajuste de cuentas entre sectores de la clase dominante y, por lo tanto, la ausencia de consenso. La hostilidad de los medios de comunicación hacia el estadista representó una de las mayores paradojas de la historia brasileña. Sintomáticamente, hasta hoy no existe siquiera una humilde calle con el nombre de Vargas en la capital paulista, de cuyo crecimiento él fue, sin duda, el principal impulsor. La simple enumeración de las innovaciones en la política económica y en las instituciones estatales es para quedarse sin aliento.

Un grupo de voluntarios paulistas, en 1932 (Reproducción)

La gran oligarquía paulista –aunque había sido derrotada en 1932–, influida durante más de un siglo por el periódico O Estado de S. Paulo, eligió a Vargas como su enemigo número uno. Y todavía en 2006, cuando la influencia de ese diario era menor, persistían en el imaginario paulista el horror y el desprecio por su nombre –que la academia y la universidad ayudaron a arraigar–. Hay que señalar que ése es un fenómeno relativamente reciente, que brotó entre las elites paulistas, dado que en las elecciones de 1945, impedido de competir por la presidencia de la nación, Vargas fue elegido senador por dos Estados –la legislación de la época lo permitía–: Rio Grande do Sul y, precisamente, São Paulo (al lado de Luiz Carlos Prestes, el Caballero de la Esperanza, que fue elegido senador también por Rio Grande do Sul y diputado por Goiás).

Confrontación con la hegemonía de los Estados Unidos

La política varguista llevó al inevitable enfrentamiento con la hegemonía norteamericana. Entrando de golpe en la llamada Guerra Fría, los Estados Unidos elaboraron una doctrina paradójicamente antiindustrialista. Y todos los que disentían eran catalogados como enemigos de la democracia. No cabían dudas, a juzgar por la extraordinaria aceleración del desarrollo capitalista en Brasil, de que se estaba construyendo una nación capaz de rivalizar con los Estados Unidos en el plano industrial, sustentada en un amplio territorio y en una población en acelerado crecimiento. La acusación de estatización sirvió como un guante para justificar un supuesto aggiornamento de Brasil en dirección al Este.

El caso del petróleo, para el cual los Estados Unidos y otros países industrializados decididamente no colaboraban, debido al control del mercado por las grandes empresas petrolíferas mundiales –dominadas por los Estados Unidos, Inglaterra y Holanda–, radicalizó la opción brasileña por la explotación estatal. Baste decir que Petrobras tomó su primer préstamo internacional recién en la década de 1980, tal fue el boicot liderado por las grandes empresas de petróleo.

Kubitschek avanzó en el sentido señalado por Vargas, realizando la promesa de su eslogan “cincuenta años en cinco”. Juscelino invirtió decididamente en un amplio programa industrializante, simultáneamente en todos los frentes, que fue posible gracias a la interacción de los diversos sectores. Logró así desbloquear un viejo problema que era por dónde comenzar la industrialización en una economía con una extremada concentración del ingreso. Comenzar por los bienes salario no era, decididamente, una buena estrategia, pero la opción tampoco le dio prioridad absoluta a la producción de bienes de capital, como fue el caso de la industrialización de la ex Unión Soviética, aunque a largo plazo la ausencia de prioridad para los bienes de capital haya revelado una traba al desarrollo.

De esa manera, la simultaneidad fue una estrategia para crear el mercado por la acción combinada de la oferta y la demanda: el avance de la siderurgia proveía acero para las montadoras de automóviles, por ejemplo, y la apertura de nuevos caminos inducía a elegir el camión como medio de transporte. El abandono del ferrocarril en un país de las dimensiones de Brasil se revelaría, en el futuro, como una equivocación, pues encareció sobremanera la producción de la frontera agrícola que se expandía en dirección al Centro-Oeste.

Juscelino en la era de las multinacionales

Elegido por las mismas fuerzas políticas que habían sustentado a Vargas, Kubitschek se diferenció porque la exportación de las multinacionales desde sus países de origen en dirección a la periferia capitalista desbloqueó la cuestión del financiamiento. Los préstamos internacionales continuaron siendo escasos, aun con la puesta en escena de una “operación panamericana”, por la cual Juscelino pretendía obtener el concurso norteamericano para sus planes. (A esa operación muchos le atribuyen la creación del Banco Interamericano de Desarrollo, el BID.) Mientras tanto, a pesar de la negativa norteamericana de financiar la industrialización de la periferia –los Estados Unidos estaban en plena Guerra Fría, vivían bajo el beligerante aislacionismo republicano de Eisenhower y Foster Dulles–, ya era la época de las multinacionales.

Elegido con un programa nacionalista, Kubitschek abrió las puertas al capital extranjero, utilizando para ese fin la estratagema de Eugênio Gudin, el papa del pensamiento económico liberal de Brasil del siglo XX. La estrategia de Gudin, que había sido ministro de Café Filho, consistió en incentivar, vía desburocratización y exenciones, las importaciones de bienes de capital por parte de las empresas extranjeras, como mecanismo de industrialización. Fue la llamada importación sin cobertura cambiaria. El subsidio a las importaciones de bienes de capital continuó con fuerza, lo que implicaba una transferencia de ingresos de los exportadores hacia los importadores.

Inauguración oficial de Volkswagen de Brasil, el 18 de noviembre de 1959, con la presencia del entonces presidente Juscelino Kubitschek (Reproducción/Volkswagen)

Kubitschek utilizó toda la nueva envergadura del Estado brasileño para incentivar la industrialización y, en los cinco años de su mandato, todas las grandes marcas de la industria mundial se establecieron en Brasil. El icono de la nueva industrialización, la industria automovilística, ya producía los Volkswagen, Ford, Chevrolet, Simca, DKW-Vemag y Renault, y los camiones Mercedes-Benz en menos tiempo que el previsto. Una foto histórica de su mandato muestra a un orgulloso y radiante Juscelino de pie en un brillante Fusca inaugurando la fábrica de Volkswagen en São Bernardo do Campo (São Paulo), en 1959.

Es verdad que Ford y General Motors estaban en Brasil desde hacía décadas montando vehículos que llegaban por partes, pero la fabricación integral comenzó en la era Kubitschek. Los japoneses entraron también por la puerta de la asociación de capitales en la industria siderúrgica.

Desarrollismo y revolución pasiva

No hubo ninguna innovación social de envergadura en el período Kubitschek. Juscelino dejó intacta la vieja estructura agraria, ya en decadencia, presionada por la nueva demanda industrial, por la migración del campo a la ciudad y por las urgentes necesidades de alimento en las metrópolis pobladas por una nueva masa de trabajadores –la ciudad de São Paulo creció durante algunas décadas a la impresionante tasa del 8% anual. En el área laboral, las reformas varguistas tampoco implicaron grandes modificaciones.

Como desarrollista, Kubitschek compartía la creencia de que el desarrollo económico era, por sí solo, la política social para resolver el problema de la desigualdad. La “marcha para el Oeste” se concretaba con Brasilia y la apertura de enormes reservas de tierra, que una década después comenzaría a revolucionar la geografía agraria y agrícola brasileña. Los institutos de previsión –invención varguista– fueron utilizados al máximo para construir Brasilia y las nuevas rutas federales de apertura hacia el interior.

La “revolución pasiva” es la marca registrada del largo período iniciado en 1930 y tal vez concluido recién con la elección de Fernando Henrique Cardoso. Marca que se confirmó en la elección de Luiz Inácio Lula da Silva para el liderazgo sindical que señaló la transición entre la dictadura militar que se extinguía y el nuevo régimen democrático de 1984. Las poderosas transformaciones significaron una especie de compactación de la historia –de la que el eslogan de Kubitschek es la mejor traducción–, que tal vez no habría podido concretarse en el cuadro de las viejas instituciones políticas brasileñas.

La industrialización del Sudeste, por una especie de “efecto dominó”, llevó a cuestionar trescientos años de latifundio en el Nordeste agrario, dejado intacto por las transformaciones getulistas-kubitschekianas. Las Ligas Campesinas irrumpieron: el gigante silencioso comenzó a hablar. Un soplo de renovación política parecía expandirse, con elecciones en importantes estados, como Bahía y Pernambuco, cuyo reclamo ya no era la “industria de las sequías”, las obras para limitar la semiaridez de gran parte de la región, sino la demanda por industrias.

Kubitschek reaccionó creando la Superintendencia de Desarrollo del Nordeste (Sudene), una vigorosa revolución federativa con la cual se intentó industrializar el Nordeste en la misma clave “paulista”. Celso Furtado encarnó el gran liderazgo intelectual que se metamorfoseó en liderazgo político para conducir con maestría la obra cuyo diagnóstico él mismo trazó en el célebre documento Una política de desarrollo económico para o Nordeste. Montado en ese Rocinante, Furtado era la razón entrando en los latifundios de la sinrazón oligárquica multisecular. Los latifundios de la desolación.

Los años 50 y 60 diseñan un nuevo país

El país hervía a fines de los años 50 y comienzos de los 60: bossa nova, Paulo FreireHélder Câmara y sus departamentos populares del Banco de la Previsión, en Gávea, la zona más que noble de la ciudad de Río de Janeiro. El Cinema Novo se destacaba en una explosión cultural intensamente renovadora en la cual el teatro tuvo un enorme papel. Un movimiento estudiantil vigoroso dialogaba directamente con el Estado. Una nueva camada obrera se consolidaba en São Paulo, punto de salida de la industria automovilística y del complejo metalmecánico y de electrodomésticos que se formó a su alrededor. Las Ligas Campesinas sacudían el Nordeste y Goiás. Una nueva clase media, ávida de consumir los bienes de la nueva revolución industrial, superaba las viejas estructuras y provocaba deslizamientos y sustitución de clases en una vorágine incontrolable.

La burguesía nacional, cuyo liderazgo era incontestable, se vio sustituida en los sectores motores por el capital internacional y estatal. El capital extranjero se trasladó de los servicios de transporte, ferrocarriles, puertos, energía eléctrica, telefonía y gas, a la industria manufacturera. Las empresas del Estado ocuparon los lugares clave en la producción de los bienes intermedios, como petróleo, hierro, acero, álcalis y energía, además de servicios de anterior propiedad extranjera que fueron estatizados. El cambio radical en las bases de la propiedad repercutió, inevitablemente, en las estructuras políticas. Se trataba de una destrucción creadora al estilo de Joseph Schumpeter (en Teoría del desarrollo económico), de proporciones casi incalculables, pero siempre incompleta, pues mantenía, al lado de las nuevas fuerzas productivas, una combinación de lo arcaico y lo moderno sui generis.

Una silueta del PCB

Los fundadores del Partido Comunista de Brasil, creado en 1922 (Reproducción /pcb.org.br)

Una biografía breve de Brasil, centrada en el período que va de la Revolución de 1930 hasta 2005, sería incompleta sin una referencia al papel del Partido Comunista. Fundado en 1922, bajo el patrocinio de la III Internacional como coordinación de las revoluciones comunistas en todo el mundo, el Partidão –apodo inicialmente aplicado al Partido Comunista de Brasil (PCB) por la prensa reaccionaria, pero que se trata, hasta cierto punto, de un apodo casi cariñoso, una especie de broma de los nietos al abuelo de la izquierda brasileña– conoció un notable avance en las luchas populares, a raíz de su penetración en la clase obrera que crecía y cambiaba de configuración, de la manufactura del principio de siglo hacia la máquino-factura, aunque no todavía al fordismo.

El PCB atrajo a Prestes, que se convirtió en su principal figura, pero el beneficio que suponía la entrada de un personaje de esa talla vino acompañado de una pérdida, con una especie de creciente militarismo dentro del partido. Ese militarismo se combinó, en algunas coyunturas, con estrategias de la III Internacional. La “larga marcha” china de Mao Tsé-tung encontró similitud en la Columna Prestes, y ambas fueron interpretadas como la confirmación de que las revoluciones en países capitalistas atrasados eran posibles, “el cerco de la ciudad por el campo”, contra toda la tradición teórico-estratégica de la izquierda.

Parte del tenientismo desembocó en el Partidão y, en él, la relevancia de militares siempre fue notable. Eso parece haber llevado a una enorme sobreestimación de la potencialidad revolucionaria de la situación brasileña y condujo al PCB –entonces todavía llamado Partido Comunista de Brasil– a organizar una sublevación militar en 1935, que pasó a conocerse como la Intentona Comunista. El ajuste de cuentas del que se habló era real. La coyuntura podría ser, realmente, revolucionaria. Pero la rebelión irrumpió sólo en pocas guarniciones militares, en Río de Janeiro, en Recife y en Natal, y fue duramente reprimida por Vargas. Una película como Olga (nombre de la compañera de Prestes que Vargas entregó a Hitler), de Jayme Monjardim, deja la leve impresión de que se trató de una aventura desatinada, promovida por pocos y aislados militantes comunistas reunidos en cuartos oscuros en el barrio Méier, pero la historiografía más seria trató el levantamiento con más propiedad.

El PCB ingresó en una clandestinidad que duró diez años, emergió sólo en 1945, con la caída de Vargas. Poco antes, la acción del partido ya se hacía notar, se aliaba al llamado “queremismo” –una petición por una Constituyente con Vargas–. El partido volvió con fuerza, eligió una importante bancada en la Constituyente, además de diputados provinciales y concejales en todo Brasil.

Creciendo en los reductos obreros

El Partidão dominó algunas cámaras de concejales en ciudades como Santo André, Sorocaba, São Paulo, Santos (llamado “el puerto rojo”), Jaboatão en Pernambuco (llamada “Moscouzinho”, pequeña Moscú), y tuvo importantes representaciones en Río de Janeiro, Pernambuco y São Paulo. Llegó a elegir a Diógenes Arruda Câmara para diputado constituyente con una votación proporcional aún no superada. El mismo Prestes fue elegido senador por su estado natal, Rio Grande do Sul, y diputado por el Estado de Goiás. Su candidato a las elecciones presidenciales de 1945, Iedo Fiúza, un oscuro médico de Río de Janeiro, obtuvo el 10% del total de votos, una hazaña inigualada por cualquier partido de izquierda hasta la primera votación de Lula en 1989.

Es importante señalar para la historia de la izquierda en Brasil, y para la propia historia brasileña, que el PCB emergió con fuerzas luego del 45, en el mismo triángulo obrero que sería la cuna del PT en 1980: en las ciudades obreras del ABC paulista, que ya en la década de 1940 conformaban el cinturón industrial de São Paulo. Es claro que los “intérpretes” de la novedad del PT fingieron desconocer esa historia, para convertir al PT en el inventor de la rueda de la historia obrera en Brasil.

En 1947, con la emergencia de la Guerra Fría, el crecimiento del PCB asustó a las clases dominantes brasileñas y al gobierno norteamericano, y el partido fue confinado a la ilegalidad. Experimentó escasos dieciocho meses de existencia legal. Hasta 1988, con la Constituyente, el partido fue ilegal. En ese largo período, sobrevivió en algunos Estados y algunas coyunturas. Pero la clandestinidad y el cambio de rumbos de la posición de la entonces Unión Soviética en lo que decía respecto a las revoluciones armadas llevaron al PCB a navegar en las tortuosas aguas de la política brasileña de componendas, que llegó incluso a hacer alianzas por demás espurias para un partido con vocación transformadora. El factor predominante de su declinación fue, sin duda, la ilegalidad: en el momento en que su base social se expandía, dejaba de ser clandestina y pasaba a ser central en la estructura de clases, el partido se sumergía en la clandestinidad. Eso fue decisivo.

Las prácticas aliancistas en el cuadro de una casi incondicional sumisión a las directrices de Moscú, y una ruptura, en 1962, que llevó a la creación del Partido Comunista de Brasil (PCdoB) de orientación maoísta, cegaron al PCB (ahora Partido Comunista Brasileño) para ver la nueva realidad del trabajo en el país y para apreciar la nueva complejidad del capitalismo que se había implantado en varios e importantes núcleos obreros del país, a partir de la industrialización fordista. El PCB comenzó a perder pie. La dura represión no fue menos importante: toda la dirección central del PCB fue asesinada en la transición entre los dictadores Emilio Garrastazu Médici y Ernesto Geisel. Finalmente surgió el PT, como su competidor en la representación de la clase. Y esto fue el golpe mortal al antiguo partido.

La influencia del Partidão en la cultura brasileña fue innegable y benéfica, lo que es una contradicción, porque, en el terreno de la teoría marxista, fue como mínimo mediocre. Las mejores expresiones de la elaboración marxista en los años de mayor influencia del Partidão fueron todas heterodoxas, reprimidas, y nunca llegaron a influir en la acción partidaria. Pero, en muchos momentos (como aquel que sucedió a la Segunda Guerra), prácticamente casi toda la intelectualidad brasileña de punta era militante o simpatizante del PCB: escritores, poetas, pintores, arquitectos, urbanistas, dramaturgos, cineastas, profesores, artistas, sociólogos, abogados, juristas, periodistas.

Trece golpes en 34 años

El cuartel de la Policía Militar de Rio Grande do Norte después de combatir la Intentona Comunista, en 1935 (Wikimedia Commons)

Las Fuerzas Armadas, silenciadas por el progreso, volverían a hablar. Victoriosas con el suicidio de Vargas, se vieron derrotadas con la elección de Kubitschek, que, sin embargo, regaló a la Marina un portaaviones –que, mientras tanto, no podía salir del puerto de Río de Janeiro por falta de presupuesto y que recibió el apodo por parte del humor carioca de “Belo Antônio”–. En el período de Kubitschek, tres tentativas de golpe anticiparon 1964: la maniobra de la Marina para impedir su toma de posesión aún en 1955, y los fallidos golpes de Jacareacanga y Aragarças, intentonas de la Aeronáutica.

El presidente depuesto Getúlio Vargas acompañado de su hija Alzira, deja el Palacio de Guanabara, en 1945 (Reproducción /www.al.sp.gov.br)

La larga “revolución pasiva”, un pesado ajuste de cuentas entre los principales bloques burgueses, y la disputa por el control sobre la nueva clase obrera se cuentan, desde 1930, por la sucesión de golpes o casi golpes de Estado: en 1932, la Revolución Constitucionalista de São Paulo; en 1935, la rebelión comunista llamada peyorativamente Intentona; en 1937, el putsch de los integralistas casi fascistas (o integrismo cristiano fuertemente nacionalista que sedujo a un gran número de intelectuales, con las caricaturas de los saludos y uniformes copiados de los nazis fascistas) que Vargas usó como pretexto para dar el golpe de Estado que fundó el régimen del Estado Nuevo; en 1945, el golpe militar que depuso a Vargas; en 1947, la prohibición del PCB, que tenía fuerte presencia en el Congreso y raigambre popular.

El mayor Veloso y el capitán Lameirão, en la Base Aérea de Santarém, en febrero de 1956 (Reproducción)

En 1954, Getúlio Vargas tuvo el gesto extremo de suicidarse para no ser depuesto otra vez por el Ejército. En 1955, la Marina intentó impedir la toma de posesión de Juscelino Kubitschek. En 1956 hubo dos tentativas de golpe por parte de la Aeronáutica, en dos remotas bases aéreas en la Amazonia. Para seguir con la lista: en 1961, Jânio Quadros, electo presidente en sustitución de Juscelino Kubitschek, renunció, inspirado por las jefaturas militares, con el objetivo de reforzar los poderes de la presidencia. En el mismo año, se adoptó el parlamentarismo para anular los poderes del vicepresidente João Goulart, que tomó posesión debido a la vacancia dejada por Jânio. En 1964 llegó el golpe de Estado sin disfraces. Hechas las cuentas, trece eventos político-militares de rupturas institucionales democrático-republicanas en un período de 34 años, en un país que se considera “pacífico” y “cordial”.

Golpe de misericordia en un sistema “rajado”

El vértigo, sin embargo, no había terminado. El golpe militar de 1964 sólo le dio el coup de grace a un sistema político cuyas rajaduras, producidas no por el estancamiento sino por “cincuenta años en cinco”, eran visibles y grotescas. El trípode “populista” que sustentaba el régimen desde 1930 –sindicatos tutelados que actuaban como correa de transmisión del Estado, fracciones burguesas industrialistas y una vasta clase latifundista que se mantenía neutra mientras la condición de la propiedad agraria permaneciera intacta– había sufrido un fuerte estremecimiento. Muchas fracciones industrialistas eran contrarias al desarrollo, particularmente sectores importantes de São Paulo que, adoctrinados por el diario O Estado de S. Paulo, todavía pensaban en un país de vocación agrícola, coadyuvados por los liberales liderados por el economista Eugênio Gudin.

El ejército en las calles de São Paulo, el 1º de abril de 1964 (Archivo Público del Estado de São Paulo)

La dictadura canceló las elecciones directas para la presidencia, pero mantuvo todavía, en 1964, las directas para gobernadores e intendentes y todas las elecciones proporcionales. Después de un período de vacilación, y de dos graves derrotas en las elecciones para los ejecutivos de Guanabara (que, entonces, comprendía solamente a la ciudad de Río de Janeiro) y de Minas Gerais, el régimen militar clausuró los partidos políticos que venían del período anterior y fundó un partido del gobierno, el Arena, y otro de “leal” oposición a su majestad, el Movimiento Democrático Brasileño (MDB), que sin embargo desempeñó un mejor papel que el encomendado.

La presidencia de la República pasó a ser ejercida exclusivamente por generales del Ejército, el puesto más alto en la jerarquía militar. Cuando tuvo lugar la “sucesión” de Costa e Silva, el segundo dictador, parte de la tropa se manifestó a favor del general Albuquerque Lima, que era todavía general de división, con lo cual se instaló una grave crisis militar, sobre todo porque el referido general era considerado un nacionalista férreo.

Una profunda reforma fiscal reestructuró financieramente el Estado brasileño, realizando una hazaña a la que el período llamado populista nunca se atrevió. La creación del Banco Central dio un nuevo estatuto a las políticas monetarias. La intervención de los sindicatos de trabajadores se generalizó, aunque, paradójicamente, la dictadura no pudiera ser acusada de favorecer al sindicalismo amarillo. El régimen de facto nunca cortejó a los interventores que él mismo nombró para los sindicatos. Un duro congelamiento salarial fue implantado y un proceso de desnacionalización de la propiedad industrial se dibujó pronto en el horizonte. El régimen utilizó el Banco de Brasil, del cual prácticamente todos los empresarios eran deudores reincidentes, para poner en caja a los morosos. Pero no abrió las puertas a la importación indiscriminada, sino en el período conocido como “milagro brasileño”.

Discurso liberal, práctica proteccionista

La dictadura de 1964-1984 fue proteccionista, a pesar de su retórica liberal. Se alineó íntegramente con las posiciones norteamericanas: sólo en la administración Geisel ese alineamiento dejó de ser automático, llegó incluso a la hostilidad con el rompimiento del acuerdo militar entre Brasil y los Estados Unidos. Un acuerdo de garantías de inversión fue una de las primeras expresiones de ese alineamiento, visto que uno de los puntos de mayor fricción entre el gobierno João Goulart y el norteamericano había sido, precisamente, la Ley de Remesa de Ganancias, que impedía la sangría sin límites del ahorro nacional hacia las casas matrices capitalistas como ganancias de las empresas. Pero, en cuanto a la posición decididamente antisoviética y anticomunista, nunca hubo disenso en el período dictatorial.

Conflicto entre estudiantes y la caballería de la policía militar en el mismo día de la misa del séptimo día del estudiante Edson Luís Souto en la Iglesia de la Candelaria, en Río de Janeiro, abril de 1968 (Archivo Público del Estado de São Paulo)

La gran sorpresa fue que la dictadura –de cuyo proyecto la oposición, y sobre todo sectores de la izquierda, pensaba que iba a ser “ruralizante” o “pastoril”–, siguió los senderos abiertos por Vargas y Kubitschek: fue claramente intervencionista, aunque los formuladores de la política económica (Roberto Campos, Otávio Gouveia de Bulhões y Antonio Delfim Netto) se declararon liberales. En verdad, el “liberalismo” de los militares era sólo un efecto colateral de su anticomunismo feroz radicalmente industrializante, tal vez como consecuencia de las concepciones militares de poder en la era industrial. El régimen militar utilizó el poder coercitivo del Estado más allá de todos los límites pensados por los nacionalistas del régimen populista; llevó el grado de estatización del sistema productivo brasileño a niveles elevadísimos.

El régimen invirtió fuertemente en Petrobras, transformándola, por cierto, en la cabeza de puente del joven sector de la petroquímica. Amplió las siderúrgicas estatales, multiplicando por cuatro su capacidad de producción. Invirtió en la modernización del sector de telecomunicaciones, comprando y construyendo satélites, puestos en el espacio por norteamericanos y franceses. Amplió las centrales hidroeléctricas estatales de la gigantesca Itaipú, en cooperación con Paraguay, al sistema de Furnas y a las sucesivas represas en el río San Francisco. Emprendió el primer aprovechamiento hidroeléctrico de la cuenca amazónica, con Tucuruí.

En el sector privado, la industria automovilística experimentó tasas de crecimiento anuales de dos dígitos, en el período que se conoció como el “milagro brasileño” (1968-1973). Y todos los sectores de la economía experimentaron una fortísima expansión, con un promedio anual de crecimiento del PBI en el período del 11%. Hasta la industria de bienes de capital de propiedad nacional llegó a destacarse, dando la impresión de que por fin la internalización de la producción de bienes de capital volvería autosustentable la expansión capitalista en Brasil.

Nacen nuevas clases obreras

La extraordinaria turbulencia del período militar desplazó, también, a las antiguas clases obreras –en plural, pues se trata de entenderlas sociológicamente en sus apariciones y formaciones diversificadas–. La combinación de la centralidad de las nuevas ramas productivas industriales con la dura represión hizo envejecer a las antiguas categorías de trabajadores, que tuvieron un papel central en la formación del sindicalismo. (Una nueva literatura histórica, sin embargo, niega la pasividad del proletariado y su sumisión al varguismo y al populismo.)

En lugar de las categorías sujetas al colaboracionismo, ganaron peso las ligadas a los nuevos sectores industriales predominantes. Se destacaron los trabajadores metalúrgicos, que tenían como epicentro los empleados de las montadoras de automóviles, camiones y autopiezas, en el cuadrilátero paulista del ABCD. A ellos se adhirieron los petroleros, los petroquímicos y los bancarios –esta última era una categoría representativa desde hacía mucho, pero se había robustecido por la creciente centralización del capital en los grandes bancos, principalmente el Banco de Brasil y los bancos provinciales, como el Banespa–. En los bancos estatales se creó una gama de liderazgos que fue decisiva, incluso, para la creación del PT.

Las nuevas categorías, inicialmente refractarias a la politización de sus demandas y menospreciadoras de los partidos políticos, gozaron, durante casi una década, de los beneficios del crecimiento acelerado. A los salarios directos relativamente altos, se sumaron formas privadas de salarios indirectos, negociados con las empresas y que no se extendían a la masa más amplia de trabajadores. Ford habría creído que su perspectiva de tener a los obreros como consumidores de los automóviles también se había realizado en Brasil. São Bernardo do Campo, Santo André y São Caetano eran entonces florecientes ciudades, sin barrios precarios, mientras Diadema también comenzó a crecer mucho ya en la fase descendente del ciclo del “milagro brasileño”.

Entonces, la crisis golpeó a las puertas del país. Los beneficios indirectos otorgados al nuevo proletariado comenzaron a cortarse; la capacidad de trasladar los salarios altos a los precios de los automóviles comenzó a agotarse; y, en un movimiento conjunto con partes sustantivas de la sociedad y del MDB –el partido político de la oposición que ya se manifestaba contra la dictadura–, la insatisfacción explotó en huelgas que rápidamente se politizaron y ganaron el centro de la escena política, lo que dio por resultado la formación del Partido de los Trabajadores, en 1980.

Del nuevo sindicalismo surge el PT

El nuevo sindicalismo se formó en condiciones muy particulares, se asemejaba a los demás sólo por el hecho de ser víctima de la represión de la dictadura. Su diferencia específica en relación con los metalúrgicos de São Paulo –en otro tiempo, la categoría de vanguardia del movimiento sindical paulista– residía en el hecho de que el sindicato de la capital pasó por una larga intervención, durante la cual se afirmó un liderazgo conservador asentado en una larga base de jubilados, pues se trataba de ramas industriales más viejas. Y, en la fase del “milagro”, las nuevas industrias, sobre todo de la zona sur del municipio, no podían considerarse fordistas, dados los procesos de trabajo más ligados a la manufactura en algunas ramas de bienes de capital.

En rigor, el sindicalismo del ABC tenía todo para ser americanizado o pragmático, como iba a ser la marca de la central Força Sindical, ligada a los metalúrgicos de São Paulo y liderada por ellos. Los metalúrgicos del ABCD se enfrentaban a las empresas extranjeras, norteamericanas, alemanas y suecas, que tenían en los beneficios indirectos ofrecidos (un welfare privado) los medios de despolitizar las negociaciones salariales. De cualquier modo, eran culturas empresariales bastante distintas de las nacionales. Eso, sumado al hecho de que se trataba de grandes masas de trabajadores –Volkswagen de São Bernardo do Campo llegó a tener 25.000 obreros–, dio al sindicalismo del ABCD características bastante distintas, que fueron importantes para su formación y su forma de inserción en el movimiento sindical brasileño durante la dictadura. Difícilmente ese sindicalismo se reproduciría en alguna otra parte de Brasil.

La crisis del “milagro brasileño” empujó al nuevo sindicalismo hacia la lucha general contra la dictadura, y su politización desembocó en la formación del Partido de los Trabajadores. Aún así, la denominación del partido, que parece una identificación con la izquierda, fue, al comienzo, más bien una señal de aislacionismo: la política, que finalmente golpeaba a sus puertas, les resultaba más una proyección de las negociaciones privadas, y un partido de trabajadores debería luchar sólo por los intereses de los trabajadores.

Esa característica es importante, porque fijó la imagen de un PT surgido como un partido de izquierda, lo que está lejos del proyecto inicial. Aunque no deba procederse a un revisionismo, es evidente que la ausencia de una cultura de izquierda en el medio obrero hegemonizado por el sindicalismo del ABCD reflejó una clara derechización del partido. La crisis general de la dictadura y el movimiento de redemocratización han sido los factores que empujaron al PT hacia la izquierda.

El MDB y la redemocratización

No es un dato menor que la fuerte desaceleración del “milagro brasileño”, que implicó pasar de tasas de crecimiento anuales del 9% a otras aún confortables del 5%, haya apartado a contingentes de las nuevas y numerosas clases medias urbanas del apoyo al régimen militar. Incluso se pasaron a las fuerzas que criticaban al régimen. Organizaciones científicas, nacidas de las universidades públicas, por ejemplo, que promovían las formidables reuniones de la Sociedad Brasileña para el Progreso de la Ciencia (SBPC), comenzaron a desafiar al régimen en el centro mismo de su “competencia” para dirigir el país. La crítica al programa nuclear brasileño ocupó buena parte de las discusiones de la década de 1970.

Las ciencias humanas reforzaban la crítica a la dictadura y la difundían a través de los nuevos diarios alternativos, como Opinião y Movimento, y los flancos del régimen militar fueron ensanchándose. Una Iglesia militante, en la cual sobresalían Dom Hélder Câmara, profético, y Dom Paulo Evaristo Arns, la osadía metódica, retiró el apoyo inicial de la Iglesia Católica al régimen y comenzó a oponerse a él, difundiéndose en las Comunidades Eclesiales de Base (CEB), donde se originaron importantes corrientes formadoras del PT.

El papel del MDB, partido creado por la dictadura después de las derrotas electorales de 1965 en Guanabara y en Minas Gerais, no puede ser evaluado desde la óptica de su transformación posterior en Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), actualmente una sigla sin identidad, que subsiste como una federación de caciques regionales. El MDB fue integrado de manera heterogénea por políticos de variadas extracciones partidarias e ideológicas anteriores, sumando desde personajes del Partido Social Democrático oligárquico –como el emblemático conservador minero Tancredo Neves, o el oscuro diputado federal por São Paulo, Ulysses Guimarães–, una de sus secciones más débiles–, o los políticos venidos del PTB varguista, o hasta una nueva generación que se formó en la dictadura misma (los llamados “auténticos”), o bien los de izquierda, del Partido Comunista (que se infiltraron en el partido opositor, como era la práctica del PCB desde que había sido confinado a la ilegalidad en 1947).

El casi imposible y no plausible MDB encabezó, con gallardía, la oposición a la dictadura; sus diputados y senadores fueron prohibidos una y otra vez por los sucesivos dictadores. Tancredo Neves acabaría siendo elegido presidente de la República por el Colegio Electoral en 1984, cuando la dictadura “tiró la toalla”, pero no tomó posesión del cargo debido a una dolencia mal disimulada. El mencionado y oscuro Ulysses Guimarães se reveló como el verdadero condottiere de la política brasileña en los largos años que desembocaron en la redemocratización.

Manifestación en las calles de Brasilia, ante el Congreso Nacional, exigiendo el restablecimiento de las elecciones directas para presidente de la República (Archivo Abr)

Mucho más que el sucesor PMDB

En las elecciones para senador de 1974, el MDB derrotó al Arena –el simulacro fundado para sustentar a la dictadura en el Parlamento– de norte a sur y de este a oeste. El régimen se vio obligado a crear la figura del “senador biónico”, indicado por el dictador de turno, para no perder la mayoría en la segunda casa del Parlamento (cuyo presidente, además, tiene la función de presidir el Congreso en las sesiones conjuntas y ser el cuarto en la línea sucesoria de la presidencia de la República).

El MDB dio abrigo a todas las formas de oposición en Brasil, y algunas de sus secciones regionales, sobre todo las de Rio Grande do Sul y Pernambuco, se destacaron por aportar los cuadros “auténticos” más aguerridos. Ulysses Guimarães prácticamente lideró todos los grandes movimientos políticos que trabajaban por el fin de la dictadura, desde las marchas de los huelguistas del ABCD paulista –de Lula y sus compañeros–, garantizándoles la movilización al servirles de escudo contra las envestidas policiales, hasta la consagratoria campaña por las Directas Ya en 1983 y 1984, que terminó por acorralar a la dictadura, obligándola a salir de la escena política, derrotada en el mismo Colegio Electoral que había creado como forma de elección indirecta para garantizarse la perpetuación.

Ninguna historia de la redemocratización, ni la historia de Brasil del siglo XX, puede escribirse sin el capítulo del MDB y su papel en la lucha por la democracia. Falta todavía un estudio de la figura y del papel de Ulysses Guimarães que haga justicia a su estatura. El PMDB, que lo sucedió en la reforma partidaria de 1979, no llega a ser siquiera un pálido reflejo de aquel que había sido creado para que legitimara “la oposición” a la dictadura. Las condiciones del pretendido bipartidismo –inspirado en el ejemplo norteamericano impuesto por el régimen– eran completamente artificiales. Los lemas creados para acomodar facciones rivales dentro del propio partido de la dictadura lo comprobaron. Y los dos partidos, el de apoyo a la dictadura y el MDB, no resistirían las transformaciones de la prolongada “vía pasiva” brasileña, dilatada por la propia dictadura.

Izquierda fragmentada

La incapacidad del PCB para entender la nueva situación hizo que se fragmentara en mil pedazos. A pesar de integrar la real oposición al régimen, su proverbial “prudencia” lo llevó a chocar con sectores de la clase media que habían accedido a la universidad pública. De él salió la mayor parte de las organizaciones que intentaron enfrentar por las armas a la dictadura, inspiradas en la experiencia cubana y en la mítica figura del Che Guevara. Esas organizaciones guerrilleras, vistas en retrospectiva, fueron claramente derrotadas. Pero su papel en la formación de la crítica y de la oposición a la dictadura militar no debe ser subestimado. Terminaron diezmadas por una dura represión. Fue el caso del grupo que se armó en el Araguaia, en 1966, impulsado por el PCdoB (de línea china y, después, albanesa), cuyo clamoroso equívoco táctico-estratégico fue actuar en un vacío demográfico.

También la industrialización del campo, bajo la forma del agronegocio, data del período militar; ocupó los vastos espacios que la construcción de Brasilia, con Kubitschek, había abierto virtualmente. Por primera vez en la historia económica brasileña, la ciudad financiaba al campo y la industria financiaba a la agricultura. Los créditos del Banco de Brasil fueron el medio por excelencia de esa inversión. Paralelamente, el régimen militar realizó su última gran innovación de inclusión social, al crear la Previsión Rural que garantizaba la jubilación de trabajadores que ni siquiera tenían registro de trabajo. La Previsión Rural fue más un vigoroso programa de redistribución del ingreso que una previsión social. Ésta es hoy una fuente importante de ingresos para muchos municipios pobres de Brasil.

Aunque una constante represión se mantuviera atenta a los movimientos en el campo, que habían desempeñado un fuerte papel en el pre-64 con las Ligas Campesinas, el régimen no pudo repetir la hazaña del Josué bíblico: el sol no paró, y detrás de las modificaciones de la estructura agraria, movida ahora por el agronegocio, combinado con los desplazamientos producidos por la construcción de represas hidroeléctricas, surgió lo que se convirtió, en el inicio del siglo XXI, en el movimiento social más organizado de Brasil, una reedición en escala ampliadísima de las Ligas Campesinas de los años 1950-1960: el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST).

La economía en el centro de la polémica

El éxito económico de la dictadura militar dio lugar a una polémica bizantina, ya que el “elogio” de tal desempeño podía llevar a la conclusión de que el desarrollo económico sólo es posible bajo fuerte coerción dictatorial. Tal bizantinismo se origina en el olvido de que la mayor parte de los “capitalismos tardíos” exitosos, como los casos clásicos de Alemania, Italia y Japón, se dieron realmente bajo fuerte coerción estatal. No reconocer esto es “naturalizar” la democracia, en lugar de tratarla como un campo de conflictos. Además, es incurrir en un pésimo idealismo, pues las dictaduras en los casos citados, como el de Brasil, fueron siempre pesados ajustes de cuentas entre las clases dominantes, donde siempre estuvieron en juego la disputa por el control de los dominados y su represión como forma de romper el equilibrio entre los “de arriba”.

No se concluye, necesariamente, del reconocimiento histórico de los “capitalismos tardíos” que toda dictadura es factor de desarrollo: el caso de la Argentina debería servir para no confirmar ese deduccionismo banal y pobremente antiteórico. Las dictaduras argentinas, desde la primera caída de Juan Domingo Perón, aún en la década de 1940, condujeron al gran país austral, en otro tiempo uno de los cinco países más desarrollados del mundo, al ocaso. La cuestión no se resuelve con pretendidas “leyes” del desarrollo histórico, sino mediante el análisis concreto de las relaciones de fuerza en cada sociedad y, en consecuencia, de su inserción en el movimiento del capitalismo mundial.

El ciclo del gran salto hacia atrás

El ciclo neoliberal comenzó con Fernando Collor de Mello en 1990. Itamar Franco completó los dos años que le faltaron a aquél, debido al impeachment que lo destituyó. Vinieron después los dos mandatos de Fernando Henrique Cardoso. Luiz Inácio Lula da Silva dio continuidad al ciclo. Cardoso fue su gran condottiere, pues sus dos mandatos fueron precedidos por su presencia en el Ministerio de Hacienda de Itamar Franco, y el mandato de Lula no se diferenció mucho en varios aspectos, sobre todo en el económico.

Los carapintadas durante la manifestación en el Palacio del Planalto, en septiembre de 1992 (Sergio Lima/Abr)

 

El presidente de la Cámara de Diputados, Ibsen Pinheiro, da comienzo a la votación para pedir el impeachment del presidente Fernando Collor (Valter Campanato/Abr)

La caracterización del ciclo neoliberal no reside sólo, ni exclusivamente, en las formas y opciones de la política económica generalmente conservadora y bajo la égida de políticas monetarias recesivas y políticas fiscales ortodoxas. Tal vez sea en el plan social donde el neoliberalismo quedó marcado como un período único en la moderna historia brasileña, en la historia de mediana duración, desde 1930. De hecho, es la política de anti-reformas sociales, anti-reguladora, anti-derechos del trabajo y derechos sociales en general lo que marca el neoliberalismo. Por lo demás, completamente dentro del paradigma neoliberal urbi et orbi.

Las políticas antisociales y anti-trabajador se reflejaron, en Brasil, en las reformas de la Previsión Social: la primera, realizada por Fernando Henrique Cardoso, incidió sobre los trabajadores del sector privado, aumentando la edad para la jubilación, limitando el techo de las remuneraciones y pensiones e instituyendo la contribución de la previsión social para jubilados y pensionados. Lula hizo lo que su predecesor no había conseguido (incluso porque, en aquel momento, el PT se opuso claramente a las reformas y usó su capacidad parlamentaria de veto).

Lula atacó la Previsión Social de los funcionarios del Estado, en todos los niveles: de la misma forma, aumentó la edad para las jubilaciones, instituyó el cobro de la contribución a la previsión social para jubilados y pensionados, e igualmente limitó el techo de los haberes jubilatorios de esas categorías. Su prestigio como líder de los trabajadores le dio “carta blanca” para anular derechos, en una línea muy parecida a la estigmatización del funcionario público llevada adelante por Collor: los funcionarios serían jeques árabes, usufructuarios de privilegios que los trabajadores del sector privado no tenían. En lugar de buscar extender a los beneficiarios de la iniciativa privada la protección que ya gozaban los servidores públicos, restringió el derecho de éstos sin mejorar la situación de aquéllos.

Los planes de previsión privada experimentaron, en ese momento, un enorme crecimiento y siguen en ascenso. Ése fue otro de los objetivos, nunca declarados, de Cardoso y de Lula. Con la política de reducidos reajustes salariales para los servidores públicos, que ni siquiera cubren la inflación del período de trece años de los mandatos de los dos presidentes, hubo un achatamiento salarial grave, que incide en las jubilaciones y pensiones y crea un campo propicio para los negocios de la previsión privada.

Crecimiento mediocre

La economía del período Collor-Itamar-Cardoso-Lula se caracteriza en primer lugar por una tasa de crecimiento mediocre. A pesar de todas las reformas hechas con los supuestos objetivos de reducir la deuda pública, sanear empresas estatales que demandaban recursos del Estado y, se decía, promover el crecimiento económico, los resultados fueron insignificantes. En promedio, el crecimiento del PBI apenas alcanzó el 2% al año de 1990 a 2005 (tasa promedio del 2,06%), resultado peor que el de los tres últimos años del ciclo desarrollista, concluido con José Sarney en 1989. En aquel año, en medio de la crisis abierta por la debacle del Cruzado y la conmoción de la cuestión inflacionaria, el crecimiento promedio fue de 2,2%.

El patrón de la crisis del desarrollismo se volvió, así, el patrón normal del período neoliberal. En términos de tasa per cápita, la situación es todavía peor. Si tomamos como referencia la década 1990-1999, cuando el crecimiento per cápita acumulado quedó en apenas 1,6%, veremos que nos tomaría 450 años duplicar el ingreso per cápita de los brasileños. Si consideramos el período de 1990 a 2004, necesitaremos de “sólo” 150 años para producir el mismo hecho. Y contra toda la historia brasileña desde los años 1930, se trata de una política económica conservadora, medrosa, anti-intervencionista.

Claro que el anti-intervencionismo valía sólo para el trabajo, el trabajador, y sus derechos recién adquiridos. Para las privatizaciones, el Estado brasileño utilizó a su favor todos los recursos, desde la coerción y coacción hasta los recursos del BNDES, que no fueron pocos. El propio presidente Fernando Henrique Cardoso se encargaba de compeler a los principales fondos de pensión de las estatales para que adhirieran a los grupos y consorcios que disputaban el control de las estatales, como quedó claro en el caso de la Compañía Vale do Rio Doce y por la destitución de uno de sus ministros.

Se calcula que Brasil gastó 88.000 millones de reales para recaudar 89.000 millones con las privatizaciones, esto es, la “ganancia” del Estado fue de mil millones. Eso quiere decir que había 88.000 millones de reales que podrían haber saneado las empresas estatales y lanzado además un vigoroso programa de crecimiento económico. La tasa de inversión sobre el PBI, que rondaba un modesto 19% en 2005, podría haberse elevado a cerca de 28%. Se malgastó un 9% del PBI de la época para financiar meras transferencias de patrimonio, sin contribuir para nada al crecimiento real de la economía.

Callejón sin salida

Gran parte del insuficiente crecimiento, de esa especie de callejón sin salida, se debe al período neoliberal –sobre todo en el sector del empleo–. Cardoso desperdició cerca de 2,5 millones de empleos industriales y Lula no logró mejorar demasiado la situación, que ya se venía deteriorando desde Collor de Mello, con su política de apertura indiscriminada. La quiebra de empresas batió el récord en la historia económica brasileña. El desempleo aumentó del 5% al 9% de la fuerza de trabajo en el período Cardoso, y estimaciones con metodología más depurada (que tiene en cuenta el desempleo oculto), como las del Seade/Dieese, calculan en cerca del 20% el desempleo en la región metropolitana de São Paulo. Al comenzar el gobierno de Fernando Henrique Cardoso era del 9% de la población económicamente activa. Salvador ostenta algo así como el 25% de desempleo de su fuerza de trabajo.

Los políticos Antônio Carlos Magalhães, Élcio Álvares, Michel Temer y Fernando Henrique Cardoso durante la gestión tucana de la presidencia de la República (Flickr/Élcio Álvares)

La indiscriminada apertura comercial, conjugada con las privatizaciones que no aumentaron casi nada la capacidad productiva, y la afluencia de nuevas generaciones de trabajadores a la población activa reforzaron la tendencia a la banalización del trabajo, y empujaron a millones a ocupaciones informales. Al mismo tiempo, el incremento sin paralelo de la productividad del trabajo aumentaba esa banalización, lo que se conjugó con la pérdida de capacidad de los sindicatos, apaciguados ya por Lula da Silva.

En 2005, la economía reinaba soberana, impunemente blindada por la acumulación de errores del período neoliberal, y la política se volvía impotente para modificar el rumbo de las cosas. Ocurría un poderoso bloqueo de la política y ésta, a su vez, daba lugar a una economía sin regulación, lo que reducía el papel del Estado a casi cero. Se llevó al país a una situación de crecimiento errático, sin ninguna previsibilidad, buscando desesperadamente el modelo chino de mano de obra barata y costos de previsión cero.

Los superávits primarios (ingresos públicos estatales menos gastos, sin tener en cuenta lo que queda reservado para el pago de los intereses de las deudas) eran abusivos (en promedio el 5% del PBI en el gobierno de Lula), al mismo tiempo que los intereses pagados en y por Brasil eran los más altos del mundo capitalista. Cuanto más se pagaban los servicios de la deuda interna, ésta más crecía, porque los intereses altos eran la condición para conseguir un bajo riesgo país y atraer capital especulativo. Una especie de rueda de la fortuna girando velozmente hacia atrás.

Estructura de clases indefinida

Las estructuras de clases y de dominación han permanecido fluctuantes, bajo el signo de una fuerte indeterminación. Sin duda, hay clases dominantes y clases dominadas en Brasil, pero las ciencias sociales no conseguían, aun en 2005, identificarlas. En parte por las insuficiencias teóricas y porque el escaso conocimiento de lo que había pasado en Brasil en los veinte años anteriores las volvieron incapaces. Por otro lado, la mezcla de sectores e intereses dificultaba la aplicación del hilo conductor para trazar las fronteras. Y sobre todo porque la propia política vio cómo se evaporaban sus relaciones con las clases, aceleradas por la velocidad de las transformaciones, incluso las que venían de la globalización.

Y si la política es, por definición, lo que finalmente define la condición de las clases, no sólo como propietarias o productoras, sino también como poseedoras de proyectos de poder y de nación, las clases así consideradas estaban ausentes. Pero la dominación seguía en ascenso, y había una especie de crecimiento del aburguesamiento de Brasil, sin burgueses y sin proletarios. El crecimiento de la pobreza seguía, en el terreno de la clase obrera, el camino inverso al de la historia de la industrialización capitalista: los pobres transformándose en clase obrera; en 2005, la clase obrera se transformaba en pobre.

El neoliberalismo no prescindió de la política. Por eso su caracterización entre nosotros a partir de las presidencias del país. Pero el resultado que produjo fue el de la virtual irrelevancia de la política. Tanto como las opciones políticas de Lula, la irrelevancia de la política respondió en buena medida a la antropofagia de lo nuevo, a la liquidación de la novedad de la elección de Lula. Una especie de poderoso aparato digestivo de la cultura política brasileña se comió al gobierno de Lula.

“El país del futuro” se vuelve mito y eslogan

Stefan Zweig, escritor austríaco, escapando de la persecución nazi se refugió en Brasil y allí publicó, en 1941, Brasil, país del futuro, siguiendo una línea entre el ufanismo y la cordialidad, en oposición a los tiempos sombríos vividos entonces en la Europa civilizada. Zweig se suicidó con su mujer, en 1942, al ver casi toda Europa dominada por Hitler. De ahí en más, el título del libro de Zweig se transformó en una especie de emblema de Brasil: él se identificaría con el mito del país del futuro. Europa lo había reconocido, nuestros recursos naturales lo afirmaban, la ausencia de grandes catástrofes naturales nos libraba de tragedias que otros pueblos conocían, nuestro espíritu antibeligerante –negado por nuestra propia historia– no nos conducía a emprendimientos expansionistas e imperialistas, Río de Janeiro era la ciudad más linda del mundo y la alegría contagiosa de su pueblo contrastaba con la frialdad de los civilizados. La cordialidad, estudiada por nuestros clásicos de los años 1930, ganaba la adhesión de autores como Morse.

El futuro, sin embargo, se demoraba en llegar. A pesar de la aceleración vertiginosa iniciada en la década de 1930, el desarrollo se retrasaba y ni siquiera llegó con la industrialización súbita del varguismo-kubitschekismo. Recién la segunda aceleración, emprendida por la dictadura militar, aunque provisoriamente restando la “cordialidad” de la ecuación, provocó una transformación social y societaria de la que el genio brasileño se apropiaría para llegar a Shangrilá.

En 1984, la redemocratización sería otra vez realizada “superficialmente”, en la tradición de la “revolución pasiva”, sin sangre, pero también, como diría nuestro clásico de la música popular, Noel Rosa, sin “escapatoria”. Se confirmaba la capacidad del Brasil alquimista de transformar plomo en oro. Pero los pliegues de ese futuro que no llegaba escondían una realidad que estaba lejos de parecerse a la imagen ideal que sedujo al Conde de Afonso Celso y su heredero Stefan Zweig.

El estado a que llegó la sociedad brasileña después de una longue durée (prácticamente un siglo) de desempeño como la economía capitalista con la segunda tasa más alta de crecimiento fue objeto de análisis por quien esto escribe en las obras Crítica à razão dualista — O ornitorrinco. El siglo en cuestión fue de 1870 a 1970, vale decir, del comienzo del ciclo del café a la conclusión de la segunda Revolución Industrial. El período incluye los “quinientos años en cincuenta” posterior a 1930, correspondiente a la “revolución pasiva” de la industrialización.

Vista aérea de la ciudad de São Paulo (Leandro Neumann Ciuffo/Creative Commons)

“El futuro está ahí.”

¿En qué consiste, pues, el adiós del futuro al país del futuro? Su “presentificación” permanente. No hay más futuro, porque él ya está aquí. Hay una simultaneidad entre todas “las edades geológicas” del capitalismo. O, parafraseando a Marx, si la anatomía del hombre explica la del mono, en este caso es la anatomía del capitalismo más avanzado la que explica las infinitas combinaciones extravagantes presentes en la economía y en la sociedad de Brasil. El diferencial del subdesarrollo, o, en palabras de Cardoso, la “originalidad de la copia”, consiste en haber sido interpretado como forma específica del capitalismo en la periferia que el mismo capitalismo creó.

El concepto de subdesarrollo fue una creación teórica de la CEPAL, que llenó el vacío dejado por el marxismo, que tenía la obligación de descifrar las formas por las cuales el capitalismo se expandía. El subdesarrollo no era una “etapa” del desarrollo, en un esquema à la Rostow o à la “etapismo” estalinista. Éste podía romperse, intentando invertir la relación entre los centros del núcleo desarrollado y la periferia, o, en otras palabras, haciendo que la periferia alcanzara los grados de industrialización del centro, para hacer desaparecer la condición de economías dependientes.

Había, por lo tanto, una ancha franja de actividades que, volviéndose capitalistas, liquidarían el subdesarrollo. Simplificando mucho, éste sería vencido exactamente por el desarrollo. Ese camino no carecía de perspectiva histórica: muchos países que fueron “periferia” o casi colonias copiaron aceleradamente a los desarrollados y hoy son parte del núcleo. Los casos más notorios son el de Japón, a partir de la Restauración Meiji, y los de Australia y Nueva Zelanda, creadas como colonias de destierro.

Hasta subcolonias, como Corea del Sur, dominada por Japón, emprendieron, a partir de la década de 1970, un decidido esfuerzo de modernización, también bajo dictaduras, trazo característico de los “capitalismos tardíos”. En la dirección contraria, sin embargo, ejemplos no faltaron, incluso en nuestro propio continente: la Argentina, que a principios del siglo XX era uno de los cinco países más ricos del mundo, había retrocedido a la condición de periferia.

Pobreza high tech y «financiarización»

El futuro llegó porque el subdesarrollo ya no era una singularidad, la forma propia de expansión del capitalismo en la periferia. Ya no había, en el mundo globalizado de finales del siglo XX y principios del XXI, fronteras para la expansión del capital que, al realizarse, viniesen a liquidar todas las anteriores formas “feudales” o precapitalistas. Convivían, a esa altura, todas las eras “geológicas” del capitalismo, sectores high tech con el trabajo informal. Las clases de ingresos más bajos hablaban por teléfonos celulares. El campo brasileño, después de una reforma agrícola, no la agraria, colocaba al país entre los mayores productores mundiales de granos y en la cima del ranking de exportación de carne bovina.

El problema de la alimentación de la masa urbana de trabajadores creada por la aceleración vertiginosa de los años 30 a los 80 ya no existía: el agronegocio lo resolvió. Lo que existía en 2005 era una distribución del ingreso altamente concentrada, que no encontraba vía de resolución por el “progreso técnico”, porque éste tendía aún más a la concentración, con el enorme aumento de la productividad del trabajo abaratando los bienes salario. La economista Maria da Conceição Tavares llegó a clasificar el período de Fernando Henrique Cardoso como de “destrucción no creadora”.

El caso de la educación ilustra perversamente ese ángulo del problema: en la era molecular-digital, la educación se volvió no funcional para la mejoría del mercado de trabajo. Cualquier persona puede manejar una computadora, lo que hizo viable el trabajo sin forma o informal. Y la situación de la educación en Brasil confirmó el diagnóstico: se construyeron escuelas pobres para los pobres, sólo como un mecanismo de legitimación, a pesar de que la vida real de las poblaciones y de las clases nada tuviese que ver con lo que se enseñaba en las escuelas.

La “financiarización” de la acumulación del capital trasladó definitivamente la cuestión del desarrollo hacia el exterior –aunque, desde el punto de vista macroeconómico, sea posible pensar en un proceso de acumulación basado en un equilibrio entre ahorro e inversión internos, que no requiera el mal llamado “ahorro externo”. De hecho, ya no era relevante distinguir entre los ahorros internos y externos. El proceso real hizo que el capital externo, en forma de dinero, se convirtiera en el presupuesto y el resultado del funcionamiento de las economías periféricas. Y ese capital externo contenía un alto porcentaje de ahorros “internos”, que migraban para ser aplicados en el mercado internacional. La carrera alucinante del progreso técnico proyecta siempre una fuga hacia adelante, para la cual los recursos internos se muestran siempre insuficientes.

Estado máximo y políticas de control

El conjunto de nuevas determinaciones del capitalismo globalizado erosionó a la nación como comunidad política (en el sentido dado por Hannah Arendt) y, a diferencia de lo que fue pregonado por la ideología neoliberal, no produjo un Estado mínimo, sino un Estado máximo. Ese Estado buscaba asegurar los movimientos de capital contra toda incertidumbre, exponencialmente creciente en los tiempos de globalización.

La combinación de máxima incertidumbre, erosión de la comunidad política y Estado máximo produjo un Estado que está muy cerca de ser un Estado Policial, en el sentido que le atribuyó Jacques Rancière en El desacuerdo. Para Rancière,

la posdemocracia es la práctica gubernamental y la legitimación conceptual de una democracia de después del demos, de una democracia que liquidó la apariencia, el error en la cuenta y el litigio del pueblo, reductible por lo tanto al juego único de los dispositivos de Estado y de las composiciones de energías y de intereses sociales.

Es la práctica y el pensamiento de una adecuación, sin desperdicio, entre las formas del Estado y el estado de las relaciones sociales.

¿A qué se parece eso? Parece que Rancière está describiendo el Estado en la periferia capitalista del siglo XXI, incluso en Brasil. Con superávits primarios estratosféricos, con políticas asistencialistas de funcionalización de la pobreza, con autonomía e independencia del Banco Central, con reforma de la Previsión Social, con reducción de ayuda para la enfermedad, con alto desempleo y “trabajo informal” en expansión. Es decir, la política policíaca mediaba entre las formas del Estado y el estado de las relaciones sociales. Si no había empleo formal (estado de las relaciones sociales), la forma que el Estado encontraba para resolver esa ausencia era la precariedad, la transformación de la excepción en regla, con programas como Primer Empleo y Beca Familia. Si no había recursos para la construcción de viviendas, se utilizaba la construcción colectiva como política estatal de viviendas, excepto en la ciudad.

Lo impresionante a esa altura era que había vencido en los medios de comunicación y en la izquierda el paradigma del Estado mínimo. Cuando las organizaciones no gubernamentales hacían lo que el Estado demostraba que era incompetente para hacerlo, mostraban que ellas mismas, las ONG, apenas se habían transformado en aparatos del Estado, haciendo desaparecer aquello que Rancière llamaba “litigio del pueblo”.

El entonces presidente Luiz Inácio Lula da Silva, durante la ceremonia que inauguró la producción de petróleo de la capa pre-sal del campo de Jubarte, en Espíritu Santo, en septiembre de 2008 (Ricardo Stuckert/PR)

Negociación y negación de la política

No había en ese momento siquiera un rincón de lo social (intereses sociales, en la cita de Rancière) que no fuese objeto de políticas de Estado. Desde aquellas destinadas a reducir las incertidumbres del gran capital hasta las que solamente aseguraban la “vida desnuda”, en la acepción del filósofo italiano Giorgio Agamben: una Ley de Quiebras, que garantizaba que ninguna empresa quebraría, y normas para llevar comida, simulacros de educación y participación en la elaboración de los presupuestos de intendencias a todos los barrios precarios de las grandes ciudades.

Lo cotidiano se había transformado, en 2005, en una constante negociación entre la no-forma mercantil, que impone sobrevivencias prácticamente gangsters (el narcotráfico, por ejemplo, y su consanguínea violencia), y las precarias formas de las políticas asistencialistas. Se solía decir que la vida del pobre en Brasil transitaba entre el azar y la suerte, palabras que en francés significan lo mismo. Los ricos, las clases superiores –designación que las viejas clasificaciones ya no pueden abarcar–, también transitaban una permanente negociación entre el bandolerismo y la forma legal. Y esto se había transportado a la política: la palabra clave en Brasil a principios del siglo XXI era “negociación”, que no significaba un negocio comercial, o, más groseramente, la transformación de la política en negocio, sino exactamente su contrario: la casi imposibilidad del contrato formal, justamente en la política.

Las medidas provisorias eran la nueva forma de legislar, o de improvisar, en la imposibilidad de prever, requisito básico de la política. Lo que parecía revelarse era la permanente incapacidad de las sociedades de la periferia capitalista para sostener cualquier institucionalidad. El carácter descartable impuesto por la globalización se transportó a la política en ese simulacro de negociación. Se trataba de una especie de dialéctica negativa: los problemas no se superaban para dar lugar a una nueva y superior contradicción; los problemas se rebajaban, “solucionados” por formas precarias, arcaicas, regresivas. Así como, en su larga trayectoria acompañando al capitalismo, el liberalismo realizó la hazaña de retirar de la política su carácter agonal, de decisión –en los términos de Carl Schmitt–, en la periferia el neoliberalismo completó el círculo: la política se volvió irrelevante, una “conversación sin fin”.

por Emir Sader (2005 – 2015)
(actualización en 1 de septiembre de 2016)

La crisis de enero de 1999 catapultó a Brasil a una espiral recesiva, que sólo terminaría durante el gobierno de Lula. La administración Fernando Henrique Cardoso subió las tasas de interés al 48% mensual, en un intento desesperado por contener la fuga de capitales, provocando una profunda y prolongada depresión económica. Tal situación fue resultado de las políticas neoliberales del gobierno del PSDB, que consiguió controlar la inflación –uno de los principales triunfos utilizados por Fernando Henrique Cardoso para ser reelegido en 1998–, pero con consecuencias económicas y sociales desastrosas. La deuda pública creció más de diez veces, el gobierno firmó tres acuerdos con el FMI –con las correspondientes Cartas de Intención–, la economía cayó, las tasas de desempleo y el trabajo informal (en negro) subieron, y la inflación volvió. La crisis se cobró su precio. Fernando Henrique Cardoso no consiguió que se eligiera a su sucesor en 2002. Entonces, en su cuarta contienda por la presidencia, Lula venció a José Serra, ex ministro de Fernando Henrique, y su triunfo abrió una nueva etapa en la historia política de Brasil.

El gobierno Lula

Durante la campaña electoral, la imagen de Lula fue “suavizada” para que resultara aceptable al electorado más conservador. Pero su intención de voto a lo largo de la campaña –alrededor del 30%– daría el salto tras divulgar la Carta de los Brasileños, documento en el que el candidato de PT garantizaba que todos los contratos y compromisos hasta entonces firmados por el gobierno serían respetados. Fue con el voto de los moderados que Lula terminó venciendo y asumiendo como presidente en enero de 2003.

Y de hecho, la postura inicial de su gobierno fue bastante moderada. El equipo económico elevó las tasas de interés, dio curso a las medidas de ajuste fiscal y propuso una reforma regresiva de la previsión social, lo que desencadenó la primera crisis dentro del mismo PT.

Los sectores más radicales dejaron la coalición poco después para fundar un nuevo partido, el PSOL (Partido Socialismo y Libertad).

La conducción de tendencia moderada de la economía se impuso en los primeros años de gobierno y se dio prioridad a las políticas sociales, bandera política del PT. El país no recuperaba el crecimiento y dentro del gobierno mismo se desataba un debate entre los seguidores de la orientación actual –que tenía a la cabeza al ministro de Economía, Antonio Palocci– y una corriente “neodesarrollista”, liderada por la entonces ministra de Minas y Energía, Dilma Rousseff, que proponía la recuperación de la expansión económica con distribución del ingreso.

En medio de ese debate se produjo la primera gran ofensiva de la oposición, que denunciaba que habría un esquema de compra de apoyo político por medio de donaciones en dinero (lo que la prensa pasó a llamar mensalão [gran mesada]). Las acusaciones provocaron la salida de varios dirigentes de primera línea del gobierno, entre ellos, el ministro jefe de la Casa Civil, José Dirceu, y el ministro de Economía, Antonio Palocci. Dilma Rousseff fue designada para la Casa Civil, y comenzó a desempeñarse como coordinadora general del gobierno, imponiendo el modelo “neodesarrollista” que ella defendía.

La crisis del “mensalão” revirtió la imagen ética del PT y comenzó el desgaste del partido. Pero incluso así, gracias sobre todo al éxito de las políticas sociales implementadas, Lula fue reelegido en 2006. El gobierno conquistó un gran apoyo popular entre los sectores más carentes de la sociedad, especialmente en el Nordeste, hasta entonces un feudo de los partidos de derecha. Se puede decir que, cuando comenzaba a perder prestigio en sus reductos tradicionales, el gobierno salió fortalecido de la crisis atrayendo bases populares que se convertirían en su principal apoyo.

El segundo mandato de Lula estuvo marcado por la crisis económica internacional y por las medidas de reacción implementadas por el gobierno. Éstas estuvieron dirigidas a fortalecer el Estado, con acciones de incentivo a la economía, a expandir la actuación de los bancos públicos y las políticas sociales redistributivas, lo que permitió al país resistir las presiones recesivas externas y seguir creciendo.

El gobierno Lula dio a la política externa brasileña una proyección que nunca había experimentado. Avances en el Mercosur, fundación de la Unasur, del Banco del Sur, del Consejo Sudamericano de Defensa y de la CELAC, fueron resultado de una línea de actuación protagonista; y también, la expresiva participación del país entre los llamados BRICS, la asociación de naciones emergentes que reúne a Brasil, Rusia, India, China y África del Sur. Apoyado sobre todo en sus políticas sociales, así como en el rescate del Estado como inducidor del crecimiento económico y garante de los derechos sociales, y dando prioridad a los proyectos de integración regional y al intercambio Sur-Sur, Lula llegó a tener su sucesora. Dilma Rousseff fue elegida presidente en 2010, venciendo a José Serra, quien ya había sido candidato derrotado de la oposición en 2002.

El gobierno Dilma

El gobierno Dilma Rousseff se vio directamente afectado por la recesión internacional, que  bajó los niveles de crecimiento de la economía. Asimismo extendió las políticas sociales heredadas del gobierno Lula, pero fue blanco de campañas concentradas de los medios opositores. Los medios cargaron su artillería en el momento del juicio por el mensalão, que terminaría condenando a dirigentes del PT.

En junio de 2013, el país fue sorprendido por manifestaciones masivas, sobre todo de jóvenes. Salieron a la calle a protestar, en un principio, contra el aumento de las tarifas de transporte, pero terminaron cuestionando también la calidad de la educación y la salud, comparando las inversiones del gobierno en esas áreas con los gastos por el Mundial de Fútbol que se realizaría el año siguiente. Por primera vez, el gobierno sufrió una caída notoria de la popularidad –que, además, afectó a los demás gobernantes– y de la que se recuperaría solamente en parte hacia el final de la campaña electoral de 2014.

Brasil resistió la crisis internacional y evitó entrar en recesión. Pero los efectos de la retracción de la demanda se hicieron sentir, afectando el ritmo de crecimiento de la economía, que se mantuvo tímido durante el primer mandato de Dilma Rousseff. La presidente comenzó a bajar las tasas de interés, tal como había prometido durante la campaña electoral, pero fue presionada fuertemente por los medios, que acicateaba con el riesgo del descontrol inflacionario pretendiendo que el gobierno volviera a subirlas. La maniobra llevó a buena parte del empresariado a hacer inversiones especulativas, y esto contribuyó al bajo crecimiento del PBI. El gobierno intentó revertir la tendencia ofreciendo exenciones, subsidios y créditos, sin éxito.

El primer mandato de Dilma Rousseff estuvo al borde de un estancamiento económico. En el plano social, sin embargo, se intensificaron los programas y, entre otras conquistas, Brasil finalmente dejó de figurar en el mapa mundial del hambre, según el informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO, por su sigla en inglés), presentado en septiembre de 2014.

Institucionalmente, la oposición dura del Poder Judicial durante el proceso del juicio por el mensalão, consolidó junto a la opinión pública la imagen del PT y del gobierno involucrados en la corrupción. Contribuyeron a ello la postura de los medios, que actuaron como un verdadero partido de oposición durante el juicio, y también la posición retraída del gobierno del PT, que perdió el debate sobre este tema.

Durante el primer mandato, Dilma Rousseff creó la Comisión Nacional de la Verdad, con la intención de investigar los crímenes de la dictadura militar. La Comisión realizó todas las investigaciones posibles, incluso sin contar con la colaboración de los militares que participaron en la represión. El trabajo recordó al país las atrocidades cometidas durante el régimen militar. El informe de la Comisión, entregado hacia finales de 2014, recomienda el proceso y la condena de los militares involucrados en casos de tortura, a pesar de la vigencia de la amnistía impuesta por la dictadura, que prescribió los actos de violencia por ella perpetrados. En el plano internacional, tras una actuación del país de bajo perfil en comparación con el gobierno de Lula, Dilma tomó decisiones que volvieron a impulsar la política externa. La reunión de los BRICS, en julio de 2014 en Fortaleza, estuvo signada por la propuesta de fundar un banco de desarrollo propio y de un fondo de reservas, con el fin de atender a los países del Sur en dificultades. Las decisiones apuntaron a la construcción de un mundo multipolar en el plano económico, alternativo al que se había construido al final de la Segunda Guerra Mundial con los acuerdos de Bretton Woods y centrado en el FMI y en el Banco Mundial.

La carrera presidencial de 2014 expresó una dura polarización en términos de contienda electoral. Después de dos años de reiteradas denuncias de casos de corrupción –reales o no y, aunque fueran reales, unilateral y desproporcionadamente destacados–, la imagen del gobierno y del PT resultaron afectadas en los sectores en los cuales los monopolios privados de los medios de comunicación todavía tienen poder de influencia. El otro eje de las sistemáticas campañas de los medios –que actúa, como en otros países de la región, como un verdadero partido de oposición– fue una especie de terrorismo económico. A pesar de estar controlada la inflación, se diseminó una imagen de descontrol para presionar al gobierno a que abandonara los intentos de reactivación económica.

La campaña electoral de 2014 se encaminaba a una cuarta victoria del PT, cuando un accidente aéreo le costó la vida a Eduardo Campos, candidato a presidente por el Partido Socialista Brasileño (PSB), junto con sus cuatro asesores, el piloto y el copiloto de la avioneta en la que viajaban.

Campos había sido ministro de Lula y se había lanzado como candidato de la oposición al gobierno, presentando como vice a otra ex ministra lulista, Marina Silva. Mucho más popular que su compañero de lista, Marina asumió la candidatura presidencial. En plena conmoción por la muerte de Campos, ella canalizó la mayoría de los votos de la oposición y llegó a figurar como favorita en las encuestas de intención de voto.

Sin embargo, al revelar un proyecto neoliberal para la economía, su popularidad quedó pulverizada. De esta manera, Aécio Neves, del PSDB, candidato del partido tradicional de la oposición, volvió a polarizar la disputa con Dilma Rousseff. En la segunda vuelta recibió el apoyo de Marina Silva.

Incluso así, y con el bombardeo de los medios, Dilma Rousseff fue reelegida con un ajustado margen de votos.

La ofensiva mediática continuó luego de la elección, y se concentró en las denuncias de casos de corrupción ocurridos en la intermediación de obras de Petrobras. La empresa, orgullo del gobierno del PT, vio cómo se desvirtuaba su imagen ante la opinión pública, convirtiéndose en un foco de problemas.

Pese a las justificativas legales discutibles la oposición, utilizándose de un Congreso conservador, logró aprobar la apertura de un proceso de impeachment de la presidenta electa. El país asistió a grandes movilizaciones en contra y a favor del impedimento. El 12 de mayo el Senado decidió por el alejamiento provisional de Dilma Rousseff. El vice Michel Temer, del PMDB, asumió la presidencia interinamente, hasta que el Senado juzgara la cuestión en definitiva.

El 29 de agosto de 2016, la presidenta Dilma Rousseff fue depuesta del cargo a través de un golpe parlamentario. En su lugar asumió el vice Michel Temer, quien se apresuró en aprobar una serie de medidas austeras y antipopulares.

La Explanada de los Ministerios, en Brasilia, capital de Brasil (Mario Roberto Durán Ortiz/Creative Commons)

por Emir Sader
(actualización en 26 de agosto de 2021)
 

El golpe y el gobierno de Temer

Combinando manifestaciones callejeras, mayoría en el Congreso y apoyo del Poder Judicial, la derecha logró aprobar el impeachment de Dilma Rousseff -recientemente reelegida por voto popular- sin ningún argumento constitucional. Se alegó una reasignación de fondos dentro del presupuesto, que no caracterizaba las razones del juicio político. La acción fue, en realidad, un golpe de Estado que rompía con la democracia restablecida en Brasil hacía más de tres décadas.

Esta nueva modalidad de golpe implementada por la derecha latinoamericana se basa en la judicialización de la política -también llamada lawfare-, que consiste en perseguir a los líderes del movimiento popular a través de procesos forjados, pero suficientes para criminalizarlos frente a la opinión pública, a través de un trabajo sistemático de los medios de comunicación.

Como resultado, la democracia es nuevamente fracturada en 2016, imponiendo un impeachment infundado a una presidenta que acababa de ser elegida por votación popular. El vicepresidente Michel Temer asumió en su lugar y, aunque electo y reelegido bajo el programa de gobierno del PT, rompió inmediatamente con ese programa, nombrando a un ministro de economía que retomó el modelo económico neoliberal, derrotado cuatro veces consecutivas en elecciones democráticas.

Ello confirma que el principal objetivo político de la derecha era sacar al PT del gobierno para, en el plan económico, restaurar el modelo neoliberal. Esta postura también confirmó que fue un golpe de Estado. Por la vía democrática, el PT y su modelo antineoliberal habían sido elegidos cuatro veces por el voto democrático del pueblo. Era necesario romper con la democracia para sacar al PT del gobierno y restaurar una política económica neoliberal.

El gobierno instalado por el golpe de 2016 se caracterizó por el restablecimiento de políticas gubernamentales anteriores a las del PT. El primer acto significativo fue el nombramiento de Henrique Meirelles al Ministerio de Economía. El regreso del modelo neoliberal representó la centralidad del mercado, de las grandes empresas privadas y de los grandes empresarios.

El ajuste fiscal se convirtió en una prioridad de la política económica, tras la reanudación del diagnóstico de que los actos de los gobiernos del PT serían el principal problema de la crisis económica, lo que debía resolverse recortando radicalmente el gasto público. Los recursos para las políticas sociales sufrieron recortes radicales, así como los recursos destinados a pagar a los funcionarios. Y se retomó el proceso de privatización de empresas públicas.

Mientras tanto, continuó el golpe, con la detención de Lula, su condena sin pruebas y su impedimento para ser candidato a la presidencia de la república en 2018, cuando apareció, en todas las encuestas, como el favorito para triunfar en la primera vuelta.

Se configuró así una elección con fraude, pues Lula se quedaría impedido de ser candidato.

El gobierno Bolsonaro

Jair Bolsonaro asumió en 2019 para dar continuidad y radicalizar todavía más la política económica neoliberal, nombrando a Paulo Guedes, economista vinculado a las políticas de Pinochet. Bolsonaro implementó un estilo de gobierno similar al de Donald Trump  en los Estados Unidos,  con un discurso muy agresivo contra el Judiciario, los medios y la oposición. Tomó posiciones similares al entonces presidente norteamericano, aislando a Brasil en los organismos internacionales y en la relación con los países latinoamericanos.

El gobierno mantuvo el apoyo logrado en las elecciones en el primer año, pero en el segundo comenzó a pagar el precio por su negacionismo en relación a la COVID-19 y su resistencia a comprar vacunas, así como por acusaciones de corrupción en la compra de vacunas. La crisis sanitaria, sumada a la crisis social, con 15 millones de desempleados y mucha gente más viviendo en situación de precariedad, hicieron que el apoyo a Bolsonaro bajara drásticamente.

A ello se suma el progresivo reconocimiento del Judiciario de que las acusaciones contra Lula eran falsas. El ex-presidente fué liberado de la prisión en noviembre de 2019 y reconquistó sus derechos políticos plenos. A partir de ese momento, Lula ha vuelto a liderar las encuestas electorales, que prevén su victoria en primera vuelta.

Bolsonaro ha desarrollado un discurso golpista, amenazando con un golpe militar, frente a lo que considera sean los  riesgos de una nueva victoria de Lula.

Tal fue la situación en el tercer año del mandato de Bolsonaro.

 Elecciones y gobierno de Bolsonaro

La tercera fase del golpe -la primera fue el juicio político a Dilma, la segunda, la detención e impedimento de Lula para ser candidato- fue el operativo para elegir un candidato alternativo al del PT. Ante el favoritismo de Lula por ganar las elecciones presidenciales de 2018, la derecha busca a su candidato en las urnas. El candidato tucán – denominación de los del partido opositor del PT desde la década de 1990 -, el gobernador de São Paulo, Geraldo Alckmin, consiguió muy poco apoyo como resultado de la radicalización de las clases medias. La base tradicional de los tucanes se había trasladado a líderes de extrema derecha.

Entre ellos se destacó Jair Bolsonaro, con cerca del 15% de apoyo. Líder de extrema derecha, que se proyectó en las manifestaciones de 2015/2016 contra el gobierno de Dilma Rousseff, fue escogido pro la derecha para ser su candidato, a pesar de sus frecuentes declaraciones a favor del golpe de 1964, de la dictadura militar y de la tortura, entre otras.

Ante su convicción y el impedimento de ser candidato, Lula eligió a su exministro de Educación, Fernando Haddad, como candidato a la presidencia de Brasil. La derecha dio el tercer paso del golpe contra la democracia, promoviendo la candidatura de Bolsonaro a través de fake news multiplicadas por millones por robots, que intentaron desacreditar la gestión de Haddad en el Ministerio de Educación, como si hubiera impulsado campañas a favor de prácticas depravadas de los niños en las escuelas, entre otros anuncios similares.

El Poder Judicial guardó silencio ante todas las ilegalidades cometidas por la campaña de derecha, así como los medios de comunicación se silenciaron ante la negativa de Bolsonaro de participar en debates públicos con Fernando Haddad. El Poder Judicial y los medios, por acción y por defecto, participaron en la tercera parte del golpe, que terminó llevando a Jair Bolsonaro a ser elegido presidente de Brasil.

Cuando se dio cuenta de que tendría que ser el candidato de la derecha, Bolsonaro nombró a Paulo Guedes, un ultraneoliberal, como ministro de Economía. Para su composición, el nuevo gobierno se apoyó cada vez más en militares, activos y retirados, porque el nuevo presidente no tenía partido ni cuadros para gobernar. La excepción fue un núcleo doctrinal, especialmente en los ministerios de relaciones exteriores y educación, que acompañaron al mandatario en su discurso ideológico.

Bolsonaro impuso un estilo autoritario, con centralización política y conflictos con el Congreso, el Poder Judicial y los medios de comunicación. Paralelamente, desarrolló procesos de privatización y otras medidas de carácter neoliberal, que garantizaron el apoyo de las grandes empresas y los medios de comunicación.

En política exterior, el gobierno apoyó su alianza con el gobierno de Donald Trump, para defender las posiciones más conservadoras en el exterior, como parte de un bloque internacional de ultraderecha. Cambió totalmente la imagen internacional de Brasil, distanciándose tanto de las posiciones que solía tener, como de los países vecinos.

Desde el principio, el gobierno contó con el apoyo de todos los sectores antipetistas: las grandes empresas, los medios de comunicación, el poder judicial, los partidos de centro y de derecha, y las iglesias cristianas.

La política económica del gobierno no ha logrado reanudar el crecimiento económico ni generar empleos. El saldo del primer año fue de estancamiento absoluto de la economía, con una previsión similar para el segundo año. Los datos oficiales apuntaban a 14 millones de parados y 36 millones viviendo en situaciones precarias, una crisis social de enormes proporciones.

La llegada de la pandemia afectó a todo el marco político brasileño. Primero, detuvo las movilizaciones populares, debido a los efectos de la pandemia. En segundo lugar, colocó el tema de la salud pública y las actitudes del gobierno hacia él como centrales, porque todos los brasileños se convirtieron en víctimas potenciales.

La postura de Bolsonaro, similar a la de Trump, fue asumir la negación, tanto en relación a los riesgos del virus como en relación a las medidas que se podrían tomar. El gobierno subestimó los efectos de la pandemia, no se dispuso a comprar vacunas, consideró que los efectos serían efímeros y quizás neutralizados por el efecto manada, o sea, la contaminación de una alta proporción de la población.

Ante el paso de la recesión a la depresión económica, que llevó a la mayoría de los brasileños a vivir en situaciones precarias -es decir, sin carnet o libreta de trabajo-, el gobierno tuvo que ceder a la ayuda de emergencia aprobada por el Congreso – 600 reales, aunque el gobierno pretendía que fueran 200. Esta ayuda mejoró la vida de las personas y la popularidad de Bolsonaro al final de su segundo año en el cargo. También contó a su favor con la imposibilidad de movilizaciones populares por parte de la oposición.

En el tercer año de gobierno, la situación cambió. La asistencia de emergencia terminó a fines de diciembre de 2020 y sólo se renovaría unos meses más tarde por un tercio del monto original. La depresión económica se mantuvo. Al mismo tiempo, la situación de la pandemia se agravó mucho, con un aumento exponencial del número de casos y víctimas.

Bolsonaro, que no había pagado precio por la crisis social, que atribuyó a los gobernadores y sus medidas para restringir la circulación, y que se había librado también del desgaste de la pandemia, al subestimar sus efectos, luego comenzó a pagar el precio por la crisis social y la pandemia.

Al mismo tiempo, Lula logró que el Poder Judicial reconociera su inocencia, recuperando sus derechos políticos y volviendo íntegro a la vida política. Mientras tanto, el Senado decidió abrir una Comisión Parlamentaria de Investigación sobre las responsabilidades de la pandemia.

De ese modo, cambió radicalmente la situación de Bolsonaro y el gobierno. Algunos ministros, agotados, fueron reemplazados, como fue el caso del ministro de Relaciones Exteriores y el ministro de Salud. Éste, el general Eduardo Pazuello, había sido uno de los muchos militares que ocupaban los cargos de ministros, con una actuación desastrosa que erosionó la imagen de las FFAA.

El tercer año de gobierno fue, por tanto, un año de desgaste para Bolsonaro y de debilitamiento de su proyecto de reelección, ya que Lula pasó a liderar las urnas.

 

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Mapas

 

Datos Estadísticos 

Indicadores demográficos de Brasil

1950 1960 1970 1980 1990 2000 2010 2020*
Población
(en mil habitantes)
53.975 72.7776 96.060 121.740 149.648 174.505 195.210 211.102
• Sexo masculino (%) 49,61 49,85 49,92 49,88 49,68 49,44 49,23 49,05
• Sexo femenino (%) 50,39 50,15 50,08 50,12 50,32 50,56 50,77 50,95
Densidad demográfica
(hab./km²)
6 9 11 14 18 20 23 25
Tasa bruta de natalidad (por mil habitantes)** 44,02 42,04 33,69 30,81 22,60 19,82 15,1* 13,1
Tasa de crecimiento
poblacional**
3,06 2,96 2,38 2,25 1,57 1,29 0,85* 0,6
Expectativa de vida (años)** 51,01 55,88 59,82 63,50 67,45 71,03 73,80* 76,4
• Expectativa de vida masculina** 49,32 54,02 57,57 60,42 63,72 67,31 70,20* 72,9
• Expectativa de vida femenina** 52,75 57,82 62,17 66,87 71,45 74,90 77,50* 79,8
Población entre
0 y 14 años de edad (%)
41,56 43,26 42,30 38,05 35,29 29,60 25,49 20,9
Población con más
de 65 años (%)
2,98 3,30 3,72 4,21 4,47 5,49 6,91 9,5
Población urbana (%)¹ 36,16 46,14 55,91 65,47 73,92 81,19 84,34 86,84
Población rural (%)¹ 63,84 53,86 44,09 34,53 26,08 18,81 15,66 13,16
Población del país en
América del Sur
47,99 49,25 50,15 50,51 50,59 50,11 49,54 48,58
Participación en la población
latinoamericana (%)***
32,15 33,01 33,40 33,43 33,61 33,16 32,74 31,90
Participación en la población
mundial (%)
2,137 2,405 2,602 2,736 2,813 2,848 2,823 2,735
Fuentes: ONU. World Population Prospects: The 2012 Revision Population Database
¹ Datos sobre la población urbana y rural tomados de ONU. World Urbanization Prospects, the 2014 Revision.
* Proyecciones. | ** Estimaciones por quinquenios. | *** Incluido el Caribe.
Obs.: Informaciones sobre fuentes primarias y metodología de cálculo (incluidos eventuales cambios) se encuentran en la base de datos o en los documentos indicados.

Indicadores económicos de Brasil


1960 1970 1980 1990 2000 2010 2020*
PBI (en millones de US$ a precios constantes de 2010) 1.169.549,9 1.502.509,5 2.143.034,3
• Participación en el PBI
latinoamericano (%)
44,19 41,97 43,08
PBI per capita
(en US$ a precios
constantes de 2010)
7.815,5 8.610,5 10.981,3
Exportaciones anuales
(en millones de US$)
20.132,4 31.413,8 55.085,6 201.915,3
• Exportación de productos
manucfaturados
(en millones de US$)
362,5 7.491,9 16.300,1 31.987,6 72.467,3
• Exportación de productos
manufacturados (%)
13,2 37,2 51,9 58,4 37,1
• Exportación de productos primarios
(en millones de US$)
2.376,2 12.640,2 15.096,8 22.755,9 123.079,2
• Exportación de productos
primarios (%)
86,8 62,8 48,1 41,6 62,9
Importaciones anuales
(en millones de US$)
22.955,2 20.661,4 55.783,3 181.768,4
Exportaciones-importaciones
(en millones de US$)
-2.822,8 10.752,4 -697,7 20.146,9
Inversiones extranjeras
directas netas
(en millones de US$)
1.544,0 324,0 30.497,6 36.918,9
Población Económicamente Activa (PEA)² 21.362.000 28.044.400 46.153.627 63.918.297 84.779.561 101.902.479  117.058.478
• PEA del sexo masculino  (%)² 82,44 79,36 68,94 63,47 58,60 56,95 55,47
• PEA del sexo femenino (%)² 17,56 20,64 31,06 36,53 41,04 43,05 44,53
Tasa anual de
desempleo urbano (%)
4,5
Gastos públicos en educación
(% del PBI)
0,70³ 4,50⁴ 4,01 5,82
Gastos públicos en salud
(% del PBI)⁶
2,90 4,23
Deuda externa total
(en millones de US$)¹
3.738,0 6.240,0 64.259,0 123.438,5 236.156,3 351.940,8
Fuente: CEPALSTAT
¹ IPEA/DATA
² Para los años de 1960 y 1970 la fuente es LABORSTA
³ CEPAL Anuario estadístico de América Latina y el Caribe 2001
⁴ CEPAL Anuario estadístico de América Latina y el Caribe 2004
⁵  Calculado a partir de los datos del Global Health Observatory de la Organización Mundial de la Salud
* Proyección.
Obs.: Informaciones sobre fuentes primarias y metodología de cálculo (incluidos eventuales cambios) se encuentran en la base de datos o en los documentos indicados.

Indicadores sociales de Brasil

1970 1980 1990 2000 2010 2020*
Índice de Desarrollo
Humano (IDH)¹
0,545 0,612 0,682 0,739
Analfabetismo en la población
con más de 15 años (%)
17,80
• Analfabetismo
masculino (%)
17,30
• Analfabetismo
femenino (%)
18,30
Matrículas en el
primer nivel
12.812.029 16.089.731 20.312.241 20.211.506 16.893.490
Matrículas en el
segundo nivel
4.086.073 23.538.717
Matrículas en el
tercer nivel
430.473 1.409.243 1.540.080 2.781.328** 6.552.707
Profesores 808.926 2.520.049
Médicos 46.051*** 146.091 290.587
Fuente: CEPALSTAT
¹  Fuente: UNDP. Countries Profiles
*  
Proyección.
**  A partir del año 1998 los datos de matrícula pasaron a ser calculados según nueva clasificación, siendo los datos hasta 1997 no estrictamente comparables a los datos de los años siguientes.  

*** Para el año 1970 el dato se refiere a los médicos registrados que trabajan en establecimientos de salud.
Obs.: Informaciones sobre fuentes primarias y metodología de cálculo (incluidos eventuales cambios) se encuentran en la base de datos o en los documentos indicados.